Praga le recibe a uno con música. Campanas y campanillas, violines que salen a la calle, el piano en los cafés, músicos ambulantes y numerosos conciertos en iglesias y teatros. Hay muchas capitales que se inscriben en la memoria, pero Praga, con su ambiente de antaño, enamora de manera especial.
La plaza de la Ciudad Vieja es el corazón de la Praga antigua. En el edificio del Ayuntamiento el Reloj Astronómico marca las horas con el desfile de doce apóstoles en miniatura que, encima de la esfera zodiacal, salen por una puerta y entran por otra. En el otro extremo de la plaza, el sol del mediodía saca brillos a la Virgen de oro que decora la negra iglesia de Nuestra Señora de Tyn, una de las muchas muestras del esplendor gótico de la capital checa.
Luego hay que dirigirse hacia la plaza de San Wenceslao, mercado de caballos en época medieval y uno de los ejes de la Ciudad Nueva. Hasta llegar a ella se camina junto a muros de color ocre y terracota con estatuas incrustadas, como si salieran de los carteles y las pinturas de Alfons Mucha (1860-1939): esas cabezas femeninas son las primeras golondrinas del modernismo, que en Europa central recibió el nombre de secesión.
La obra de Mucha se muestra en exclusiva en un museo emplazado en el palacio Kaunicky, a pocos pasos de la plaza San Wenceslao. Tras la visita apetece tomarse una taza de té con un pastel de manzana o de chocolate en el café del hotel Europa, una joya modernista de 1906, con revestimientos y lámparas originales, y un piano de cola en el que se tocan valses y polonesas cada día.
La praga multicultural.
Atravesando la Ciudad Vieja rumbo norte se llega a Josefov, el barrio judío más antiguo de Europa. Es un buen lugar para reflexionar sobre la Praga de antes y la de ahora. Tras la Segunda Guerra Mundial desapareció la Praga bilingüe, multiétnica, multiconfesional y multicultural en la que Kafka hablaba en checo y escribía en alemán, y en la que los intelectuales judíos discutían en alemán y a veces en checo mientras sorbían su té en el Café Arco.
En el cementerio judío, con sus lápidas medievales amontonadas en el reducido espacio, tan antiguas que parecen a punto de desplomarse, hay que buscar la tumba del rabino Löw (1520-1609). Es fácil reconocerla por las piedrecitas que se amontonan sobre ella: se dice que si se deposita una piedra encima de la lápida y se pide un deseo, el rabino lo hace realidad.