El 10 de junio de 1190, hace 823 años, el emperador romano germánico Federico I Barbarroja, apodado así por el color bermejo de su barba, murió ahogado en un río de Cilicia, en Asia Menor, en la actual Turquía, casi a los 70 años de edad.
Un año antes, en 1189, encabezó la Tercera Cruzada, junto con Felipe II de Francia y Ricardo Corazón de León, y partió hacia Tierra Santa para reconquistar Jerusalén, que estaba en poder de Saladino, el primer sultán de la dinastía ayubí y el principal héroe del mundo islámico, admirado también por los cristianos por su carácter noble y caballeroso.
Federico Barbarroja había cedido el reino a su hijo, el futuro emperador Enrique VI, y tras imponerse a los musulmanes en la batalla de Iconio, en la actual Konya, pereció en el río Saleph, actual Göksu, según parece en el momento en que iba a refrescarse y debido al peso de su armadura o a la frialdad de sus aguas.
Su sueño de crear un imperio universal que restaurase el esplendor del Imperio romano se desvaneció en un instante, su potente ejército se desmoralizó y se perdieron las plazas conquistadas. La muerte por ahogamiento o por insuficiencia cardiaca fue interpretada como un milagro por parte de los musulmanes.
A lo largo de su vida, Barbarroja se enfrentó a los grandes señores feudales de Alemania y, sobre todo, de Italia, donde alcanzó una serie de éxitos. Sin embargo, su enfrentamiento con el papa Alejandro III, al que opuso un antipapa, Víctor IV, se saldó con la derrota de su caballería imperial. Federico I Barbarroja es una de las figuras históricas del nacionalismo alemán.