Se dice que a Felipe II sólo se le vio llorar un día. Exactamente el 3 de octubre de 1568. Fue cuando murió la tercera de sus esposas y, posiblemente, la mujer a la que más amó: Isabel de Valois.
Evidentemente, no hay constancia plena de este dato, pero lo cierto es que bien pudiera corresponderse con la realidad.
Dejando a un lado la presunta pasión que, según la leyenda negra, sintió por Ana de Mendoza, princesa de Éboli, o la prueba de alguna que otra aventura galante –como, por ejemplo, su relación con Isabel de Osorio–, no cabe duda de que los años que el Rey Prudente compartió con su joven esposa francesa fueron los más felices de su agitada existencia.
El matrimonio, como era habitual entre personas de su clase y condición, se debió a razones de Estado. Concretamente a la firma, en 1559, de la paz de Cateau-Cambrésis con la que se daba por concluida una larga etapa de enfrentamientos bélicos entre Francia y España.
En el tratado se estipulaba, además de una serie de pactos políticos y territoriales, el enlace entre Carlos, príncipe de Asturias, y la hija del rey de Francia. Pero la delicada salud del heredero de la corona y la reciente viudez del monarca hicieron creer más oportuno que fuera Felipe II quien desposara a la princesa francesa, segunda de los diez hijos de Enrique II de Francia y Catalina de Médicis.
Tragedia en París.
Isabel había nacido el 13 de abril de 1546 en Fontainebleau, a unos 60 kilómetros de París. Tenía, pues, trece años cuando el 22 de junio de 1559 se celebraron los esponsales en la catedral parisina de Nôtre Dame.
A la solemne ceremonia siguió una semana de grandes celebraciones que se vio brutalmente interrumpida cuando, en el transcurso de uno de los muchos torneos disputados, la lanza que empuñaba el duque de Montgomery se clavó en el ojo de su oponente, el rey Enrique de Francia.
Pese a que le atendieron los mejores médicos –entre ellos el propio Andrea Vesalio, que fue enviado por Felipe II–, el monarca francés murió tras diez días de terrible agonía.
La tragedia alteró los planes de la joven Isabel, que hubo de retrasar su viaje a España para asistir primero a las honras fúnebres de su padre y luego a la proclamación de su hermano, Francisco II, como nuevo rey de Francia.