Las islas Lofoten, en la zona más septentrional de Noruega, siempre han sido un mundo aparte, un archipiélago de islotes abruptos y escarpados con forma de península que se adentra en el mar de Noruega por encima del círculo polar Ártico.
Según la tradición escandinava, la larga espina dorsal montañosa de las Lofoten era la morada de troles y valquirias, y sus fiordos han proporcionado un escenario espectacular para algunas de las sagas vikingas más importantes.
En esta despejada mañana estival, un pequeño barco de madera se desliza por la extensión cristalina del Vestfjorden, y su estela rompe el reflejo perfecto de las montañas circundantes. El patrón del barco, Jan Bjørn Kristiansen, de 69 años, lleva surcando estas aguas más de 50, y los últimos 40 en la misma embarcación azotada por los elementos.
No es casualidad que también se llame Jan Bjørn. El nombre es apropiado, ya que hombre y barco tienen mucho en común: ambos son balleneros rudos y curtidos, noruegos hasta la médula –tozudos, prácticos, robustos–, y lucen las cicatrices de una vida dura en el mar.
A lo largo de la temporada de caza de ballenas, en verano, Kristiansen arponeará 30 o 40 rorcuales aliblancos, los descuartizará en la cubierta y venderá la carne en el puerto a los pescaderos de la costa. Pese a la moratoria internacional sobre la caza comercial de ballenas, noruegos como Kristiansen siguen capturando rorcuales aliblancos; aunque por motivos prácticos solo lo hacen en sus aguas territoriales.