Los graznidos parecen rasgar el límpido cielo estival. Las aves –frailecillos, alcatraces, araos, gaviotas– se arremolinan en tropel en torno a los farallones que emergen del agua. Nos hemos hecho a la mar prácticamente en el punto más septentrional posible, frente al cabo más al norte de la costa de Noruega, muy por encima del círculo polar Ártico. Mientras el bote salta y cabecea en los canales que serpentean entre las rocas, redescubro una verdad harto conocida: a las aves marinas se les da bien volar, y también flotar, nadar y bucear, pero nada más. Corren por el agua salada hasta que parece que jamás conseguirán elevarse, y aterrizan como pesadas gotas de lluvia sobre la espuma de las olas rompientes.
Pero cuando están en el aire, vigilando las aguas con la cabeza ladeada, se convierten en amas y señoras de esta costa accidentada, estas islas quebradas que orlan el confín boreal de Noruega. Aquí y hacia el este, en dirección a Rusia, Noruega se topa de lleno con el océano, sus promontorios pelados penetrando cual puños en el mar de Barents. Nadie conoce el litoral noruego en su totalidad, y entre sus horizontes más ignotos está la costa de la península de Varanger, que finaliza en una punta situada más al este que el propio San Petersburgo. Es una playa baja, helada, salpicada de peñascos antiguos, a un mundo de distancia de Bergen y bañada en luz cobriza entre los infinitos archipiélagos que pueblan la desembocadura de los fiordos.
Por supuesto, es posible salvar en coche la distancia que hay entre Bergen y Vardø, en la punta oriental de la península de Varanger, pero un vistazo a un mapa o a un juego de cartas náuticas deja claro que un coche es más un problema que una solución. En los últimos 120 años los barcos de la famosa Hurtigruten (literalmente, «ruta rápida») han tendido un puente salvador entre las comunidades más aisladas y el mundo exterior. Viajando a bordo de este expreso costero, los kilómetros no tienen importancia, y cuando el sol de medianoche está en su plenitud, las horas tampoco. El tiempo se mide por la progresión de puertos: Bodø, Svolvær, Tromsø.
Tomada en toda su extensión, de norte a sur, la costa de Noruega bien pudiera ser el litoral más complejo del planeta. En 2011 un grupo de geógrafos noruegos completó un proyecto de tres años para recalcular los kilómetros de costa. Con tecnologías modernas y mapas mejorados, añadieron miles de islas e islotes que nunca antes se habían contabilizado. En total, la longitud de la costa de Noruega así medida aumentó unos 17.700 kilómetros. Si pudiéramos «estirar» los 101.000 kilómetros de orilla de todos los fiordos, las bahías y las islas de Noruega, la línea resultante rodearía el planeta dos veces y media. Y esa distancia se concentra en un país que de norte a sur no llega a los 1.800 kilómetros de longitud. Tanto desde los picos que dominan el Geirangerfjord, donde se pueden contemplar sus inmensas profundidades azules, como desde la proa de una pequeña embarcación asediada por las aves marinas, es difícil decir si el mar invade el país noruego o si es la tierra la que se empecina en penetrar en el mar.
El agua quizá parezca más continua, más regular, que la tierra, pero desde luego no es más simple. Recorrer la costa noruega es contemplar una discontinuidad infinita entre tierra y mar, la inventiva incesante del hielo a lo largo de millones de años. Varios kilómetros tierra adentro, en el corazón del fiordo más largo de Noruega, el Sognefjord, el agua alcanza una profundidad de 1.300 metros a solo unos cientos de metros de la orilla. Más al norte, los secaderos de bacalao y los cobertizos rojos para guardar las barcas se asoman a unas aguas que rondan los cien metros de profundidad. Y sin embargo, entre las islas más exteriores de las Lofoten –un colmillo roto de picos nevados que se adentra en el mar de Noruega–, apenas unos metros de agua bañan con parsimonia las orillas, como si esas islas no se asomasen más de lo que se asoma el lomo de una ballena que emerge para respirar.
Los mapas del mar de Noruega muestran una fuerte corriente –una derivación de la Corriente del Golfo– que recorre la costa en dirección norte. Son aguas relativamente cálidas, que hacen posible que el ser humano viva en una latitud de hasta 70º Norte. Pero lo que en el mapa parece una corriente bien definida es en realidad un caos de meandros y remolinos, de desvíos y cruces. Si uno se encontrase a bordo de un barco a la deriva –por ejemplo, en un færing tradicional–, tal vez se vería arrastrado hasta un strandflat (plataforma rocosa de superficie irregular que apenas asoma entre las olas) o empujado en un serpenteo infinito entre los escollos próximos a la desembocadura de los grandes fiordos occidentales. O podría salir disparado a gran velocidad mar adentro solo para retornar de nuevo a la costa, atrapado en el remolino que gira al sur de las islas Lofoten. Si diese con la corriente adecuada, llegaría al mar de Barents, como una diatomea que, arrastrada hacia el norte y hacia el este, nutre las aguas cuajadas de islotes antes de hundirse y depositarse en el lecho marino.
Desde la cubierta de un barco gobernado, se diría que pocas cosas han cambiado en la costa septentrional desde que un aventurero llamado Ohthere alcanzó el mar de Barents a finales del siglo IX. Llamó a aquellas tierras «weste land», que en inglés antiguo significa «país baldío», refiriéndose a que estaba deshabitado, aunque por entonces, como hoy, vivían allí los sami. Continúa siendo un territorio salvaje y castigado por las olas, como si emergiese a gran velocidad (y de hecho así es, en términos geológicos) y se sacase de encima al mar agresor. Desde alta mar, se comprende la afinidad que los exploradores noruegos como Roald Amundsen y Fridtjof Nansen sentían con el océano. Y en tierra firme, contemplando en las aguas quedas el reflejo de los pilotes del puerto de Tromsø, se percibe el abrigo de las montañas protectoras.
En este país que sabe a salitre, casi todos son bilingües: hablan el idioma de la tierra tan bien como el del mar.
Y eso explica que en todas partes perviva cierta ceremonia en torno a la llegada de los barcos de la Hurtigruten, que en los puertos más remotos es una manera de marcar las horas. Aunque sean las tres de la mañana, habrá gente esperando que atraque el barco bajo la larga sombra del sol de medianoche. Algunos tienen trabajo en los almacenes del muelle, pero otros se han acercado solamente para contemplar una estampa que lo merece. Desde lo alto de la cubierta, incluso en el puerto más pequeño, se divisa parte de la gran flota noruega: pesqueros, rápidos transbordadores de pasajeros, barcos de servicio de las plataformas petroleras, embarcaciones de recreo amarradas al muelle, buques cisterna y de carga, barcazas con palas de dragado, modernas lanchas motoras, yates de madera restaurados que se reflejan en las aguas centelleantes. Aquí y allá se puede ver incluso un pequeño bote de casco trincado que parece poco más que una canoa, una especie de remolcador en miniatura, demasiado pequeño y demasiado baqueteado para enfrentarse a las olas del mar de Noruega pero que se hace a la mar de todas formas, un sentimiento que bien pudiera ser el lema de esta gloriosa costa accidentada.