
En las islas donde nació el surf, aquel día las olas eran decepcionantes: llegaban deslavazadas, apenas sobrepasaban la cintura y eran de una infrecuencia exasperante. Aun así los hawaianos nunca han necesitado grandes excusas para hacerse con una tabla y lanzarse al océano, de modo que la zona de arranque, la línea de salida donde los surfistas esperan para atrapar las olas, estaba abarrotada.
Adolescentes con tablas cortas, madres con tablas largas y niños tumbados sobre bodyboards. Había también un tipo con el pelo cano recogido en una coleta que practicaba surf de remo. Algunos lucían tatuajes tribales al estilo de los guerreros polinesios. A horcajadas sobre mi tabla de surf en las aguas profundas cercanas al arrecife, estudié a la multitud con un nudo en el estómago, sintiéndome fuera de lugar.
Makaha es conocida desde hace tiempo como una playa donde los haole, término hawaiano para designar a los blancos y otras gentes de fuera, se aventuran por su cuenta y riesgo. Situada en la costa oeste de la isla de Oahu, lejos de los glamurosos grupos que visitan las playas de Sunset o Pipeline, en la North Shore, y del turismo organizado de la playa de Waikiki, en el sur, Makaha tiene fama de acoger a una comunidad sumamente cerrada donde predominan los descendientes de los antiguos navegantes polinesios que colonizaron las islas.
Incluso los residentes de Makaha que han aprendido a aceptar la toma de posesión estadounidense de Hawai en 1898 –y más de uno todavía no lo ha hecho– están decididos a impedir que ocurra lo mismo con sus olas. Se cuentan muchas historias de surfistas forasteros que han sido expulsados de estas aguas, algunos de ellos con la nariz rota, tras haber infringido alguna ley no escrita. Yo tenía la firme intención de evitar el mismo destino.
Durante media hora me mantuve flotando cerca de la zona de arranque, esperando mi oportunidad, hasta que al fin avisté la que parecía ser una ola sin dueño. Giré la tabla en dirección a la playa y remé enérgicamente con las manos. Pero cuando empezaba a ganar velocidad, un adolescente con cara de palo, montado en una bodyboard, decidió cabalgar la misma ola. Plantó una mano firme en mi hombro y me apartó mientras tomaba impulso y se deslizaba por la cortina de agua. Renuncié y remé hacia la orilla. «Aquí se terminan los aloha», pensé.
Sin embargo, en el transcurso de las semanas que pasé en Makaha acabé comprendiendo que lo que parecía ser un proteccionismo abusivo era en realidad algo más complicado. Los hawaianos son, al fin y al cabo, unos incondicionales del surf más genuino, no en vano han practicado este deporte casi desde los tiempos de las Cruzadas.
También son, en cierto sentido, supervivientes. Desde la llegada de los primeros hombres blancos a finales del siglo XVIII, su historia se ha visto ensombrecida por las pérdidas, en primer lugar de población, conforme las enfermedades importadas hacían estragos entre sus filas, y acto seguido de territorio, identidad nacional y cultura. Incluso la danza del hula estuvo a punto de desaparecer.
Para los hawaianos –una palabra cada vez más imprecisa tras las oleadas de inmigración que han afluido al archipiélago y muchas generaciones de matrimonios mixtos– el surf es un nexo tangible con el pasado precolonial y un último resquicio de identidad cultural. Es asimismo un testimonio de la vinculación casi mística que los nativos establecen con el océano. No tiene pues nada de extraño que se pongan un poco quisquillosos en lo que respecta a sus olas.
«Los lugareños son buena gente, pero si tú los maltratas, ellos también te tratarán mal.» No era una amenaza, sino una simple constatación de hechos. El hombre que la pronunció estaba sentado sobre la rama de un árbol que había sido arrastrada hasta la playa.
Pese a que había rebasado con creces la edad de jubilación, tenía el aspecto de ser una de esas personas a las que más vale no llevar la contraria: fornido, gafas de sol, visera negra… Su pelo era de un blanco exuberante, y los contornos faciales, planos como losas, evocaban a los antiguos alii, o jefes autóctonos, que se cuentan entre sus antepasados.
«Si alguno de esos muchachos le dice que va a hacerle algo, no dude de que lo hará –declaró–. Recuerde siempre en qué mundo está.»
En todo lo relativo a Makaha y sus costumbres, no existe una autoridad más sobresaliente que Richard «Buffalo» Keaulana, un hawaiano de pura sangre que ha residido la mayor parte de sus 80 años en el llamado West Side, la costa occidental de Oahu.
Su elevada posición en la comunidad está estrechamente ligada al océano. Keaulana fue un surfista de dotes prodigiosas, además de ser el primer socorrista oficial de Makaha y el fundador de un célebre campeonato de surf llamado Buffalo Big Board Surfing Classic.
Hoy continúa siendo el más prominente de los famosos uncles, o «tíos», del lugar –los patriarcas, mayoritariamente hawaianos, que actúan como guardianes de la comunidad– y es reverenciado en todas las islas como la apoteosis del «rey del agua», un verdadero todoterreno acuático que combina la veneración por el océano con un profundo conocimiento, pericia y valentía. «Es el último de los tradicionalistas», me dijo de él uno de sus admiradores.
El espíritu que inspira al rey del agua se remonta a los primeros hawaianos, quienes se cree arribaron a las islas Hawai procedentes de las Marquesas hacia el año 700 a bordo de unas piraguas de doble casco, y que fueron sucedidos cinco siglos más tarde por otros marineros similares procedentes de Tahití.
Probablemente estos pobladores trajeron consigo como bagaje una cierta familiaridad con el surf, al menos en una forma rudimentaria, aunque solo en su nueva patria aquella actividad recreativa pasó a convertirse en un elemento importante de la cultura.
Había templos dedicados al surf, divinidades del surf, competiciones de surf con multitud de espectadores que apostaban por el resultado. Los miembros de la realeza utilizaban las olo, unas enormes tablas de madera de los árboles wiliwili o koa, mientras que sus súbditos solían surfear sobre las alaia, tablas más cortas y finas. Un fuerte oleaje dejaba vacía una aldea durante días.
Con frecuencia se ha acusado a los misioneros de Nueva Inglaterra, que llegaron a Hawai tras el desembarco en 1778 del explorador británico James Cook, de poner trabas al deporte que los nativos llamaban he‘e nalu. Su principal objeción era, al parecer, la afición de los lugareños a surfear desnudos. Mucho más nocivo para el surf, y para la propia sociedad hawaiana, fue la llegada de enfermedades europeas como la viruela. Cuando en 1898 el Congreso estadounidense se anexionó formalmente las islas Hawai, la población indígena se había reducido a unos 40.000 habitantes, frente a los 800.000 que había en la época del desembarco de Cook.
El penoso legado de la colonización dejó una impronta imborrable en los hawaianos de la generación de Keaulana. Él mismo vivió una infancia de pobreza y maltratos, la mayor parte de la cual transcurrió en una tierra rústica cedida por el estado –la versión hawaiana de una reserva india– en la comunidad de Nanakuli, en el West Side. La lengua nativa había sido desterrada de las escuelas públicas en favor del inglés, aunque en la práctica los lugareños hablaban el pidgin, una lengua criolla de raíces inglesas que todavía es común en la zona.
Keaulana se escapó de casa a los diez años. Buscó cobijo entre parientes y amigos, dejó los estudios a los 14 y encadenó períodos sin hogar.
El océano fue su salvación: «una válvula de escape», dice él. Nadador consumado, aprendió a pescar con un arpón fabricado con una percha afilada y un tubo de goma. En su adolescencia trabajó como submarinista, desenganchando las redes de los sampanes de pesca filipinos atrapadas en los arrecifes de coral. Y un buen día descubrió el surf.
Por supuesto, la actividad que tanto había obsesionado a sus antepasados no le era del todo ajena. Los «chicos de la playa» –jóvenes del lugar que se ganaban unas monedas enseñando surf o tocando música– llevaban desde el cambio de siglo enseñando a los turistas a cabalgar las amables olas de Waikiki, y cuando Keaulana era niño todavía se podía encontrar en un rompiente próximo a Nanakuli a algún que otro hawaiano subido a una clásica tabla de secuoya con la base en forma de V.
Él aprendió a surfear en una tabla muy primitiva hecha con traviesas de ferrocarril encoladas. Pero no se volcó plenamente en este deporte hasta que coincidió con un puñado de surfistas haole, algunos californianos, que llegaron a Makaha a principios de la década de los cincuenta.
Los recién llegados llevaban tablas ultraligeras de fibra de vidrio y madera de balsa (pronto reemplazadas por espuma de poliestireno), equipadas con quillas para facilitar los giros. Makaha se convirtió en un laboratorio de nuevas técnicas surfistas y diseños de tablas, y también en el escenario de lo que se anunció, en 1954, como la primera competición internacional de surf. Keaulana no tardó en distinguirse como uno de los mejores surfistas de su generación.
Después de servir en el Ejército y trabajar a salto de mata en la playa de Waikiki, regresó a Makaha en 1960 con esposa y empleo estable como guarda y luego como socorrista, y crió a cuatro hijos en un apartamento encima de unos baños públicos. Finalmente se construyó una casa gracias a los 30.000 dólares que le regaló un texano rico por haberlo rescatado de las olas.
Las notorias aptitudes de Keaulana como rey del agua le valieron una participación destacada en el despertar cultural y político que se conocería como el Segundo Renacimiento Hawaiano. En 1977 puso en marcha su certamen homónimo, cuyo ambiente festivo y múltiples modalidades recuerdan el antiguo festival Makahiki, celebrado en honor del dios hawaiano Lono. El rango patriarcal de Keaulana estaba rubricado por su corpulencia y, cuando era necesario, por una «mirada que hiela los huesos», en palabras de su hijo mayor, Brian.
Al mismo tiempo, «tío Buff» era pragmático a más no poder, como bien demostró en la gestión de su certamen. Los turistas que acudían desde Honolulu encontraban a menudo, al volver a sus vehículos de alquiler, las ventanillas rotas y las carteras desaparecidas. «Hacerles eso es una estupidez. Nos traen un montón de dinero», dictaminó Keaulana. Así que identificó a los responsables –«a todos los ladrones y maleantes»– y los contrató como guardias de seguridad. Los robos prácticamente se erradicaron.
En los últimos años los complejos hoteleros han empezado a extenderse por el West Side y han surgido casas de veraneo entre las modestas viviendas que aún se agrupan en ambos extremos de la dorada playa de Makaha. Pero en otros aspectos no ha cambiado apenas nada.
En una mesa de picnic cercana a la arena, bajo la sombra de un milo, Keaulana y otros personajes venerables matan las horas contando historias o jugando al dominó, y los forasteros son recibidos con recelo, por lo menos al principio. «¿Lleva alguna identificación?», demandó uno de los «tíos» cuando aparecí con mi cuaderno de notas y muchas preguntas. Luego inquirí al mismo personaje si le preocupaba la afluencia de foráneos que compiten por las olas. «Regulamos ese asunto a sangre y fuego, muchachote.»