Un grupo de vecinos de todas las edades se reúne cada jueves al atardecer al pie de la muralla del Viejo San Juan. La escena es de lo más costumbrista: cantan y bailan en corro al son de varios «cuatro», la guitarra tradicional puertorriqueña, mientras que el sol se esconde regalando un atardecer melancólico. Al caer la noche, la gente se agrupa en torno a las viandas que cada cual ha traído de su casa y el viajero es recibido como uno más. Hace calor en esta noche veraniega y los cuerpos sudorosos delatan ya las muchas horas de fiesta, que se prolongará hasta bien entrada la madrugada sin que nadie les demande por exceso de ruido.
Así es Puerto Rico: puro Caribe, aunque nominalmente se declare Estado Asociado de los Estados Unidos. El viajero hispano que se sumerja una noche de sábado por las calles del distrito histórico de San Juan, capital de la isla y una de las ciudades coloniales más hermosas de América, sentirá que está en territorio cercano, amigo. Hay buganvillas y palmeras, agradables vías peatonales a las que se asoman balcones llenos de flores, casas de planta baja de colores alegres y chillones, mucha gente por la calle, restaurantes que no cierran en toda la noche, parejas que se dan arrumacos en el malecón que rodea la muralla y música de salsa y de bomba, el son puertorriqueño por excelencia.
El Viejo San Juan también ofrece mucha vida durante la mañana. A primera hora, las coloridas fachadas de la calle del Cristo o la de San Sebastián asisten a un intenso ir y venir de gente, un maremágnum humano que se pierde entre el trazado de vías rectilíneas que construyeron los españoles hace ya más de 500 años. La plaza de San José está engalanada con la estatua de Juan Ponce de León (1474-1521), el conquistador que fue primer gobernador de Puerto Rico. Un poco más allá se vislumbra el castillo de San Felipe del Morro, un fuerte del siglo XVI más conocido como «el Morro» por su aspecto de inexpugnable mole encarada al mar.