Mito, animismo, rito, budismo. El día a día en la República de Myanmar –el país dejó de llamarse Birmania en 1989– se funde con un misticismo oriental que viene desde lo más oscuro de los tiempos. Esa mezcla de culto y vida cotidiana se palpa en la población de Mandalay, segunda ciudad en importancia de Birmania.
A la capital del antiguo reino birmano se puede llegar en el tren procedente de Yangón, antigua Rangún, que ejerció como capital del país hasta 2006. El trayecto dura casi toda una jornada y constituye un atractivo en sí mismo: en las múltiples paradas se vende y se compra de todo a través de las ventanillas, mientras que en los vagones se comparte asiento con sonrientes y amables familias de campesinos.
La blanca ciudad de Mandalay sobresale en una gran llanura partida en dos por el río Ayeyarwady. Y uno de los motivos de esa blancura es la pagoda de Kuthodaw, en donde 729 monolitos se levantan como enormes copos de nata que, a su vez, albergan otras tantas lápidas de mármol con el canon budista grabado. Por las explanadas y patios de la pagoda, de vez en cuando pasa algún novicio vestido con su túnica azafrán; más que correr, camina a saltos para evitar que el calor del suelo le abrase los pies.
Más tibio, incluso fresco, resulta el vecino templo de madera de Shwenandaw Eyaung. Llama la atención el contraste que ofrece el gris casi negro de su madera labrada con el rojo de las túnicas de los monjes. Esta construcción compite como emblema de la teka birmana con el largo puente de U Bein, en Amarapura, 15 kilómetros al sur.
Existe, además, un Mandalay bullicioso, lleno de tiendas chinas, puestos de fritanga, escribientes y vendedores de dientes y muelas de segunda mano; un nudo, en fin, de coches, bicicletas, motocarros, timbres, bocinas y olor a gasolina mal quemada, a curry y a incienso. Aunque también hay tranquilas teterías donde tomar una samosa (empanadilla de carne) mojadas en un ardiente té.