Roma fue indudablemente una civilización del agua. La tecnología que desarrolló para su captación, distribución y consumo no encuentra parangón hasta nuestro mundo contemporáneo. Es cierto que en las ciudades griegas se construyeron sistemas de túneles, galerías o cisternas, a veces de dimensiones considerables, pero quedan muy lejos de los impresionantes acueductos que los romanos, con sus grandes dotes para la ingeniería y la arquitectura, sembraron a lo largo y ancho de su Imperio.
Fueron uno de los máximos ejemplos de las grandes obras públicas, que los romanos consideraron siempre prioritarias; pero, también, con su masa imponente y el mensaje de dominio sobre la naturaleza que transmitían, fueron símbolos de la avanzada civilización de Roma, además de vehículos propagandísticos de su poder y del de su emperador.
No todas las ciudades romanas disponían de acueductos, ya que en algunas el suministro hidráulico podía quedar cubierto por pozos y por cisternas públicas y privadas excavadas bajo las casas, como han demostrado estudios en Cesarea (Cherchel, Argelia) y en la misma Pompeya. Éste parece ser también el caso de Emporiae (Empúries), donde por el momento no se han localizado acueductos.
Algunas cisternas podían tener dimensiones colosales, como la de Yerebatan Saray, en Constantinopla (Estambul), o la piscina mirabilis en la población de Miseno (Italia). Esta última era subterránea y tenía una capacidad de 12.600 metros cúbicos, con una gran bóveda que se sostiene sobre 48 pilares dispuestos en cuatro hileras y unidos mediante arcos transversales.
Sin embargo, había ciudades que necesitaban mucha más agua de la que podían proporcionar las cisternas, no sólo para abastecer a una población numerosa–hasta un millón de habitantes en el caso de Roma–, sino también para alimentar las fuentes ornamentales y públicas, las termas y los espectáculos. Los acueductos se crearon para atender todas estas necesidades.
Cuando se menciona la palabra acueducto pensamos de inmediato en las impresionantes construcciones de Segovia, Mérida o Tarragona, por limitarnos a España. Pero las arquerías monumentales eran sólo una parte del sistema de abastecimiento hidráulico, cuyo objetivo era traer el agua desde fuentes y manantiales que podían hallarse a más de 50 kilómetros de distancia.
A lo largo de este trayecto se construían obras de captación, embalses, torres de distribución (castella aquarum) y, lógicamente, el canal por el que discurría el agua aprovechando la ligera pendiente que los ingenieros romanos lograban mantener desde el origen hasta el destino.
En los lugares con un fuerte desnivel de terreno –un valle o una hondonada– se construían las arquerías monumentales que acostumbramos a identificar con la imagen del acueducto por excelencia. Sin embargo, en su mayor parte la conducción de agua se hacía por canales subterráneos o a ras de suelo. En el caso de Roma se ha calculado que, de los 507 kilómetros que sumaban sus acueductos, 434 eran subterráneos, 15 de superficie y sólo 59 (el 12%) discurría a través de arquerías.
Abastecer a la Urbe
Roma llegó a tener doce acueductos, el más antiguo de los cuales era el Aqua Appia cuya construcción fue debida a Apio Claudio el Ciego y se inauguró en el año 312 a.C. con un recorrido de más de 1,6 kilómetros. Otros tres acueductos fueron construidos en los siglos III y II a.C.: Aqua Anio Vetus, Aqua Marcia y Aqua Tepula.
El impulso definitivo vino dado por Augusto y su yerno Agripa, que repararon los antiguos acueductos y construyeron otros nuevos, algunos de los cuales, como el Aqua Virgo, se han mantenido ininterrumpidamente en uso. Por su parte, los emperadores Claudio y Trajano dieron su nombre al Aqua Claudia y al Aqua Traiana, este último con casi 60 kilómetros de recorrido.
El último de los acueductos de Roma fue el Aqua Alexandrina, de 22 kilómetros de longitud, obra de Alejandro Severo en 226 d.C. Con todo ello, se calcula que Roma llegó a disponer de un millón de metros cúbicos de agua al día para cubrir las necesidades de una población en constante aumento y para alimentar las once grandes termas, los aproximadamente 900 baños públicos y las casi 1.400 fuentes monumentales y piscinas privadas.
Para la gestión de las aguas residuales, las ciudades contaban con una completa red de alcantarillado. En Roma, la Cloaca Máxima, que desembocaba en el Tíber, era motivo de general admiración, como nos hace saber Plinio el Viejo en su enciclopédica Historia Natural.
El buen estado de los acueductos y la red de cloacas, además de la sana costumbre de la higiene y el baño, evitaron epidemias tan terribles como las que arrasaron las ciudades en la Edad Media.
La construcción de un acueducto, desde su captación hasta su punto de distribución final, era una empresa costosísima y una de las obligaciones que tenían que afrontar las ciudades, que se enorgullecían de ello. Por lo que sabemos, la financiación de estas obras era a la vez pública y privada. En ocasiones, los acueductos eran sufragados por grandes personajes y por lo general las obras se llevaban a cabo durante el ejercicio de sus funciones políticas.
Por ejemplo, Agripa, yerno y general de Augusto, como edil y como cónsul hizo construir en Roma dos acueductos, el Aqua Iulia y el Aqua Virgo, empleando los recursos mineros que él controlaba para fabricar las tuberías de plomo. Desde la época de Augusto, los emperadores figuraron entre los donantes habituales de estas onerosas infraestructuras. Pero la tarea la emprendían los gobiernos municipales, que delegaban en los magistrados para llevar a cabo la construcción, normalmente con dinero público.
Una empresa titánica
Hay pocos testimonios directos del proceso de construcción de un acueducto. Por ello es preciosa la información contenida en un cipo con una inscripción hallado en Saldae (Argelia). Es el monumento funerario de Nonio Dato que nos narra en primera persona las dificultades con las que topó este personaje al acometer la obra.
El largo texto nos informa de que en tiempos de Adriano (117-138), los habitantes de esta localidad norteafricana necesitaron ampliar su disponibilidad de agua y para ello se dirigieron al procurador de Numidia. El proceso no fue todo lo rápido que hubiera sido de desear. Nonio Dato, como ingeniero militar (librator), proyectó el trazado del acueducto hacia el año 138, pero las obras no finalizaron hasta el 152, tras una serie de contratiempos que se describen con precisión.
Por ejemplo, los equipos de obreros que empezaron a abrir las dos bocas del túnel no se encontraron según lo previsto; y en otra ocasión unos bandidos asaltaron las obras y el propio Nonio Dato, que había acudido a inspeccionar los trabajos, tan sólo escapó por los pelos, maltrecho y desnudo.
Los romanos siempre fueron conscientes de que resultaba crucial mantener en óptimo estado el suministro hidráulico. Un nutrido grupo de trabajadores especializados o aquarii, palabra que podríamos traducir como fontaneros, se encargaba del buen funcionamiento y limpieza de los acueductos.
Estos técnicos estaban al frente de un servicio de reparaciones y limpiaban sistemáticamente los canales para evitar las obstrucciones y el empeoramiento de la calidad del agua; para ello, el canal por el que circulaba el agua estaba siempre cubierto y se instalaban regularmente albercas llamadas piscinae limariae para decantar las impurezas.
Pero la picaresca es una constante en todas las épocas, de modo que las autoridades romanas pronto se dieron cuenta de que debían vigilar que no hubiera captaciones clandestinas de agua por particulares que sobornaban a los aquarii. Frontino, en el tratado sobre los acueductos de Roma que escribió a finales del siglo I d.C., detectó y denunció oportunamente este hecho, que calificó como fraus aquariorum, «fraude de los fontaneros».