De la vergüenza que sentía Xochimani cada vez que sus compañeros de escuela lo discriminaban por tener la piel morena, hoy no queda nada. Ahora no sólo se jacta de sus raíces y del color de su piel, sino que, orgulloso, porta un penacho, se cubre con un taparrabos de tela y lleva unos cascabeles sujetados a los tobillos.
Es alto y su largo cabello lacio casi toca su cintura. Danzar de viernes a domingo bajo el sol del Zócalo de la ciudad de México no sólo ha transformado su ideología, también su fisionomía, pues luce unas piernas bien torneadas y un cuerpo ágil y fuerte.
Xochimani (mano florida, en náhuatl) sabe que hoy el Sol está más cerca de la Tierra y que hoy el día tiene la misma duración que la noche, pero reconoce que el 21 de marzo se ha convertido en una fecha “turística” y “de moda”.
Uno de sus maestros, contó, le ha explicado que, contrario a la idea común, ese día, no se debe ir a los centros ceremoniales vestido de blanco, sino de negro, porque “el blanco refleja y, en lugar de llenarte de energía, te descarga”.
Pero, esta fecha, tiene otro inconveniente para Xochimani: por la gran cantidad de gente que visita las ruinas arqueológicas de Teotihuacán con la intención de llenarse de buena vibra, prefiere quedarse a danzar con los de su grupo en el Zócalo capitalino.
Evocando las ceremonias que realizaban los indígenas de las civilizaciones prehispánicas, estos días, quienes visitan la ciudad de los dioses suben por las escalinatas de la Pirámide del Sol o de la Luna para, desde la cima, recibir la energía positiva liberada a la hora que entra el equinoccio de primavera, el cual, inicia el 20 o el 21 de marzo y que este año entró ayer a las 23:11 horas.
Para ahuyentar las malas vibras, hay quienes deciden hacerse una limpia, realizada generalmente por uno de los integrantes de estos grupos de danza que con el sonido grave y profundo de su caracol acentúan la atmósfera mística de las ruinas. Como tienen un costo que oscila entre los 30 y los 50 pesos y debido a que los danzantes hacen circular un penacho o cualquier otro objeto en el que los espectadores puedan arrojar una moneda, especialistas en diversas disciplinas consideran que esta manifestación es una forma desinformada de lucrar con la cultura.
La maestra Lucero Meléndez Guadarrama del Instituto de Investigaciones Antropológicas de la UNAM y uno de los estudiosos de las ruinas de Teotihuacán, el arqueólogo Luis Eduardo Ramos Cruz, hablaron acerca de esta polémica expresión cultural.
Una mirada antropológica
A los 13 años de edad, la antropóloga Lucero Meléndez se inició en la danza ritual que practican los danzantes del Zócalo de la ciudad de México.
Durante esa experiencia, que duró aproximadamente un año, la investigadora experimentó “muchos desencuentros con las formas de pensar” de sus compañeros, puesto que “tienen un discurso reivindicador de la cultura desde una perspectiva bastante racista en el que aluden a los 500 años de opresión que han vivido los indígenas y rechazan todo lo europeo: a las personas de cabello rubio y de piel blanca, por ejemplo”. Además, afirmó, “niegan la existencia de sacrificios como parte de las ceremonias que practicaban las cultura prehispánicas”. Esto, dijo, “puede ser entendible porque muchos de sus integrantes son de ascendencia indígena y han sido discriminados, pero podría tratarse, más bien, de una forma de resentimiento social”.
No obstante las apreciaciones personales, la antropóloga considera que este tipo de danza, como cualquier otra manifestación cultural, merece ser estudiada, pero teniendo en cuenta varias consideraciones: “se puede estudiar desde la perspectiva de la danza, de la relación de ésta o de lo que simboliza, con las supuestas raíces prehispánicas que tiene, así como su conexión con otras danzas rituales de grupos indígenas actuales”. Pero, sobre todo, sugiere, “debe estudiarse sin ligarla directamente a lo prehispánico porque hay muchas cosas de creación reciente”.
“La antropología, en particular la urbana, podría analizar las danzas que practican estos grupos que, si bien no todos, se autoproclaman los verdaderos herederos de las culturas prehispánicas, como es el caso de los danzantes del Zócalo”, quienes, incluso, “califican a su danza como azteca porque se supone que tiene una conexión directa con los mexicas”, agregó.
La danza, ¿abierta para todos?
Contrario a lo que a la antropóloga Lucero Meléndez le tocó presenciar cuando formaba parte de uno grupo de danza ritual, el día que se realizó la entrevista a Xochimani, un extranjero de piel blanca y cabello rubio danzaba en una de las dos ruedas de danzantes formadas a un costado del Templo Mayor.
Al preguntarle si tenía alguna objeción con el hecho de que el extranjero estuviera danzando, Xochimani respondió que, aunque no supiera danzar, el extranjero posiblemente lo estaba haciendo con el corazón. Y agregó: “la cultura es para todo el mundo. Afortunada y desafortunadamente, ellos (los extranjeros) son los que más aprovechan nuestra cultura. Hay japoneses que saben hablar náhuatl y nosotros como mexicanos no sabemos fácilmente lo que significan palabras como México, Tlatelolco, Tlalpan y Naucalpan, y es algo que deberíamos de saber.
Después de recitar los significados de estas palabras nahuas, Xochimani reiteró que “la danza está abierta para todo el mundo: niños, adultos mayores”. No obstante, lamentó que en algunos grupos de danza no se permite la entrada a cualquier persona debido a que la práctica de estos ritos se considera una tradición familiar.
Así como la antropóloga Lucero Meléndez observó actos discriminatorios por parte de los danzantes, en Teotihuacán, el arqueólogo Luis Eduardo Ramos se ha percatado de actitudes similares por parte de estos grupos.
Cuando personas del Tíbet fueron a la ciudad de los dioses a realizar algunas ceremonias, “algunos grupos de danzantes los corrieron y los maltrataron”, aseguró el investigador.
Trabajo en equipo
Pese a que Luis Eduardo Ramos considera que estos grupos muchas veces se convierten en “sectas” debido a que “no dejan entrar a cualquier persona” y aunque señaló que “intentan justificar su negocio a través de la cultura”, afirmó que es positivo que “traten de rescatar nuestra identidad prehispánica”.
Asimismo, indicó el arqueólogo,” no es cierto que, como dicen muchos de ellos, somos descendientes de Moctezuma o que tenemos sangre original de los indígenas prehispánicos” ya que, explicó, entre los indígenas de las civilizaciones prehispánicas hubo una mezcla que alcanzó su máximo esplendor cuando se inició el proceso de mestizaje con los españoles. Por lo tanto, “no hay sangre pura”, recalcó.
Respecto a las fuentes de documentación en las que se basan estos grupos de danzantes, el estudioso de las ruinas de Teotihuacán dudó de su fiabilidad, pues “son documentos realizados muy a la ligera”, manifestó.
El arqueólogo también negó la relación de estas danzas con las danzas prehispánicas pues, explicó, los códices prehispánicos y los registros de los cronistas españoles indican que sí existían danzas, pero que se desconocen sus nombres así como los movimientos que ejecutaban los indígenas.
“Estos grupos de danzantes deberían acercarse a los investigadores para que, a través de un trabajo metodológico, objetivo y honesto, podamos rescatar nuestra identidad prehispánica y compartirla con la gente”, propuso Luis Eduardo Ramos.
Xochimani asegura que es nieto de un indígena nahua. Tal vez por eso estudia de manera autodidacta esa lengua.
La “filosofía” y el “pensamiento” con los que el danzante se identifica sostienen que “no es cierto que los aztecas se la pasaban haciendo sacrificios humanos y comiendo xoloescuincles los 365 días del año”.
Convertido en un artesano y comerciante de aretes, penachos, zapatos y otros accesorios que conforman su colorido atuendo, Xochimani asegura que ésta es una actividad de la que le sería imposible vivir y de la que, contrario a lo que opina mucha gente, está muy lejos de hacerse rico pese a que, afirma, ha sido tomada de danzas que tienen un origen de hasta 500 años y que son resultado del sincretismo entre los indígenas y los españoles.
Agencia El Universal