El estruendo fuera de la tienda de campaña se parece más a un terremoto que al viento. Me acurruco de forma instintiva y me entierro aún más en el saco de dormir. No es la primera vez que me enfrento a vientos aterradores: el rugido nocturno de una corriente de aire en chorro en el Himalaya, el inquietante aullido de una tempestad en la Patagonia… Esto es peor.
El suelo tiembla cuando la siguiente ráfaga se abalanza sobre mí. He fijado la tienda con cuerdas y piquetas entre dos rocas en medio de un desolado paraje del macizo Wohlthat de la Antártida. Mis tres compañeros de equipo están agazapados cerca de aquí. Ochenta kilómetros al sur está el límite de la meseta polar, la inmensa extensión helada que domina el interior del continente. En este territorio se combinan la geografía y la gravedad para desatar los potentes vientos catabáticos: densas ráfagas de aire frío que descienden a toda velocidad por los glaciares como avalanchas rodando hacia el mar.
Se produce la siguiente embestida. Las varillas de la tienda se curvan hacia dentro y la lona se hunde sobre mi saco de dormir. Durante unos segundos percibo la percusión repetitiva, como una ametralladora, que producen las costuras al rasgarse. De repente estoy girando, volando por los aires, y caigo boca abajo. Aunque sigo dentro de la tienda, el viento huracanado me levanta otra vez y me arroja contra el tosco muro de roca que me había fabricado como protección, y después me hace volar por encima del mismo. Los libros, el equipo fotográfico y los calcetines sucios vuelan en un torbellino incontrolable. El plumón empieza a salir del saco de dormir.
! ES LA ANTÁRTIDA INDÓMITA !