Australia…monte Uluru colosal monolito de arena

Falta poco para la puesta de sol y el Sunset Point, frente al monte Uluru, está atestado de todoterrenos y autobuses esperando para descorchar las primeras botellas de champán entre los grupos de turistas que viajan organizados. Estamos en el Parque Nacional Uluru-Kata Tjuta, en el desierto australiano de Gibson, frente al colosal monolito de arenisca de 348 metros de altura y 3,6 kilómetros de longitud, símbolo del Red Centre. Cuando se acerca el ocaso, los rayos horizontales del sol iluminan la roca y la tiñen de un rojo que parece hierro candente.

Uluru –bautizada como Ayers Rock en 1873 por el gobierno australiano– es, sin duda, la mayor atracción del Red Centre australiano, una zona desértica de tierra roja que vivió aislada durante siglos en el Territorio del Norte. Fue explorada a finales del XIX por John MacDouall Stuart y Alfred Giles, y «descubierta» por el turismo en los años 1970.

Desde entonces el número de visitantes ha crecido hasta llegar a los 400.000 anuales. Pero Uluru es, además, un lugar sagrado para los anangu, los aborígenes que llevan diez mil años viviendo en la zona. Desde que en 1985 el Gobierno australiano les devolvió la propiedad de las tierras, los anangu disuaden a los visitantes de subir a Uluru apelando a su naturaleza sagrada. Como alternativa proponen recorrer la base de 9,3 kilómetros, en la que entre los repliegues de la roca hay fuentes, cuevas, plantas, animales, pinturas rupestres e historias del «Tiempo del Sueño», el origen del mundo según su mitología.

Los aborígenes explican que Uluru fue concebida durante ese periodo. Los ancestros recorrieron el continente y lo crearon todo, liberaron a los hombres que permanecían en estado embrionario y les enseñaron cómo vivir y relacionarse con el entorno.

Esas enseñanzas (denominadas las «Pisadas de los Ancestros») aún hoy guían a los aborígenes a través de senderos invisibles por los que pueden transitar sin más mapas que las canciones de sus antepasados. Bruce Chatwin, autor de Los trazos de la Canción (1987) lo describe así: «Tal vez se podría representar visualmente como unos espagueti de Ilíadas y Odiseas que se enroscaban en todas direcciones y en los cuales cada “episodio” se podía leer en términos geológicos».