Avalancha en el Everest…horas tristes en la cima del mundo

Considerado uno de los tramos más peligrosos del mundo entre los escaladores, la cascada del Khumbu es un abrupto laberinto de seracs, con profundas grietas y tortuosas moles de hielo inestable, un terreno glaciar impredecible que desciende 610 metros garganta abajo entre el hombro oeste del Everest y el Nuptse, el pico de 7.861 metros que domina el Campo Base.

Muchos colegas de Nima se las habían visto y deseado para subir la cascada de hielo esa ma­ñana del 18 de abril. Después de tomar el desayu­no típico de té y tsampa (gachas de cebada), se habían echado al hombro las cargas empacadas la noche anterior. Unos llevaban cuerdas, palas de nieve, anclajes y demás material para instalar un pasamano de cuerdas fijas hasta la cima del Everest, a 8.850 metros de altitud.

Otros acarrea­ban el equipo para montar cuatro campamentos intermedios a mayores altitudes: sacos de dormir, tiendas comedor, mesas, sillas y hasta calefactores, alfombras y flores de plástico para que sus clientes comiesen en un entorno acogedor.

Algunos tenían aún en la cara restos de la ha­­rina de cebada tostada que se habían refregado unos a otros durante las ceremonias de la puja de la víspera, cuando pidieron a Jomo Miyo Lang Sangma, la diosa que mora en el Everest, que les concediese un buen paso y «larga vida». Algunos de aquellos montañeros ya habían subido y bajado varias veces desde que el equipo de sherpas especializados en escalada en hielo, apodados «Icefall doctors» (Doctores de la cascada de hielo), abrieran la ruta a principios de abril.

La línea de cuerdas fijas y escalas de aluminio que salvaban riscos y grietas no difería mucho de la de las últimas temporadas, aunque estaba más cerca del flanco del hombro oeste, proclive a sufrir aludes, donde a 300 metros de altura se cernía amenazador un voluminoso glaciar suspendido.

El Campo Base y la cascada de hielo seguían a oscuras, pero mucho más arriba el sol incendiaba ya las encumbradas moradas de las deidades sherpas. Amanecía una mañana gloriosa en el Everest… que duraría 11 minutos.

«No tuve tiempo de salir corriendo»

El anfiteatro de montañas que circunda el Campo Base del Everest es tan inmenso que por regla general los montañeros ven los aludes antes de oírlos. El ruido tarda más en llegar que la imagen, como el trueno tras el relámpago. Es el silbido oceánico de una catarata de nieve, hielo y roca que corre, arrolladora, garganta abajo o que se precipita por el borde de un valle suspendido. Pero el alud del 18 de abril sonó distinto, sobre todo para los sherpas que lo oyeron estando en la propia cascada de hielo. Casi todos coinciden en la descripción: un duuuum profundo, como un duro martillazo contra una campana enmudecida, como el pellizco de la cuerda de un contrabajo titánico.

Un bloque de hielo con forma de colmillo gi­gantesco (34 metros de alto y entre 7 y 14 millones de kilos) se desprendió del gran manto de hielo del hombro oeste del Everest y se precipitó montaña abajo, fracturándose en el descenso y creando ante sí una muralla de viento. A medida que ganaba velocidad y volumen, algunos sherpas sintieron que la avalancha tardaba minutos en alcanzarlos; otros declararon que se les vino encima en cuestión de segundos. Veintitantos alpinistas se encontraban en plena trayectoria del alud; muchos más lo vivieron desde los márgenes de cotas superiores o inferiores.

A las 6.45 horas Kurt Hunter, representante de Madison Mountaneering en el Campo Base del Everest, hablaba por radio con Dorje Khatri, de 46 años, sirdar de esta empresa especializada en expediciones de alta montaña radicada en Seat­tle y conocido sindicalista que había enarbolado pancartas diferentes cada una de las nueve veces que había coronado el Everest. Khatri acababa de salvar la escala triple. De pronto Hunter oyó por la radio «voces y gritos» seguidos de un «silencio sepulcral». Cuando el rugido de la avalancha llegó al Campo Base, salió de la tienda a tiempo de ver la parte superior de la cascada de hielo engullida por una nube en ebullición.

Tras diez minutos de apresurado descenso, Nima Chhiring acababa de llegar al Campo de Fútbol cuando el duuuum confirmó sus peores temores. En unos segundos quedó cubierto de escarcha, como tantos otros supervivientes que al ponerse en pie con dificultad parecían fantasmas envueltos de nieve y hielo. Pemba Sherpa, un joven veterano del Everest natural de Phortse que había salido del Campo Base a las cuatro de la madrugada para acompañar a un cliente de Alaska en una caminata de aclimatación, acababa de alcanzar el Campo de Fútbol.

Al notar el azote de una ráfaga de viento, levantó la mirada y vio «un bloque de hielo del tamaño de una casa grande» desprendiéndose del hombro oeste. Echó a correr pendiente abajo con su cliente y se refugiaron detrás de una formación de hielo justo cuando el cielo desaparecía.

Karna Tamang, un guía de 29 años con cinco cumbres en su currículo, había partido del Campo Base a las tres de la madrugada. Estaba a escasos cinco minutos por encima de la escala rota cuando oyó el duuuum. «No tuve tiempo de salir corriendo –explicó–. De repente hubo un viento muy raro. Para protegerme, me arrodillé junto a un bloque de hielo e intenté taparme la cara. Quedé enterrado por cinco centímetros de nieve.»

Babu Sherpa estaba a cosa de un minuto por encima de la escala rota con otros cinco sherpas. «Nos apretujamos. Cuando se posó la nieve, miré hacia abajo y no vi a nadie», relató.

Un cuarto de hora antes del alud, Chhewang Sherpa, un chico de 19 años empleado por la empresa neozelandesa Adventure
Consultants, había conseguido por los pelos salvar el tramo de la escala rota. Era su primera expedición al Everest e iba acompañado por su cuñado Kaji Sherpa, de 39 años y padre de tres hijos. Kaji escalaba por una pequeña pared de hielo, asegurado a la cuerda fija.

En el momento de la avalancha, Chhewang se desenganchó de la cuerda fija, echó a correr y se acuclilló bajo su mochila. Como posteriormente relataría a su tío Chhongba Sherpa, director en Nepal del Khumbu Climbing Center, el hielo rompió el cabo de anclaje de Kaji y lo dejó inconsciente. Chhewang pudo agarrarlo y arrastrarlo a un lugar más seguro. Allí le dio una bebida caliente del termo de su cuñado, confiando en poder despertarlo.

«Kaji volvió en sí poco a poco. Tenía radio; pulsé yo el botón de comunicación porque él no podía mover los brazos. Me dijo: “¡Por favor, sálvame!”. Si no llego a agarrarlo, habría desapa­recido para siempre; la grieta era muy profunda.»

Pasang Dorje Sherpa, de 20 años y contratado por Alpine Ascents International, empresa de Seattle, ascendía con otros dos sherpas de AAI, Ang Gyalzen y Tenzing Chottar. Para Pasang era la segunda temporada en el Everest. Porteaba el poste grande de una tienda comedor, un termo y un rollo de cuerda. Cuando oyó el duuuum, estaba con Ang Gyalzen a unos 45 segundos por encima de la escala rota, con Tenzing Chottar unos pasos por detrás. Tenzing, de 29 años, también era novato en el Everest.

Había completado los cursos básico y avanzado de montañismo del Khumbu Climbing Center y estaba feliz de haber conseguido ese trabajo; mantenía a sus ancianos padres y tenía un hijo de tres meses. La víspera había llamado desde el Campo Base a su esposa, Pasi Sherpa, que estaba en Katmandu.

«Vi venir el hielo, y pensé: “Estamos perdidos. De esta no salgo” –relató Pasang Dorje–. El viento me empujaba. Me lancé detrás de un serac grande. Si no llego a estar enganchado a la cuerda fija, el alud me habría arrastrado.»

El hielo le estampó el poste de la tienda comedor en la cabeza, destrozó el termo y cortó el rollo de cuerda. A Ang Gyalzen los trozos de hielo que volaban por el aire le abrieron un agujero en el plumífero. Cuando al cabo de dos minutos se disipó aquella nube voraz, los dos sherpas se abrazaron y acto seguido miraron a su alrededor, horrorizados.

Lo que habían conocido como un abismo en la cascada de hielo, cuyo paso exigía el uso de cuerdas y escalas, de pronto estaba relleno de bloques de hielo del tamaño de mesas y sofás. «¡Tenzing! ¡Tenzing!», gritaron en vano.