Entre Beijing y Shanghai, China despliega un patrimonio histórico y natural que maravilló a viajeros antiguos y que aún enciende la imaginación de los occidentales. La Ciudad Prohibida de Beijing, residencia de las dinastías Ming y Qing durante casi 500 años, hasta que en 1912 fue derrocado el último emperador, es buena prueba de ello.
Con pabellones separados por patios, delicados jardines y un canal que lo cruza de oeste a este, el recinto constituye una colosal obra de ingeniería y simbología confucianista en la que ningún elemento está colocado al azar. Al entrar en sus amplias estancias, orientadas para compensar las energías, es posible imaginar las audiencias de los emperadores con sus ministros y descubrir detalles que quizá se recuerden de haberlos visto en el film El último emperador (Bertolucci, 1987).
A pocos kilómetros de la capital y con la estela de sus bloques de piedra perdiéndose en el horizonte, se encuentra la fortificación más extensa del mundo, la Gran Muralla. Caminar por esta cresta legendaria es relativamente fácil, solo hay que contratar un coche con chófer o subir a un autobús que lleve a los tramos más famosos (Badaling, Mutianyu y Simatai), aunque existen otros también restaurados y con vistas de impresión, como el de Huangyaguan, unos cien kilómetros al este de la capital.
De nuevo en Beijing es el momento de recorrer los hutongs, las calles donde se descubren diminutos comercios, vendedores ambulantes, niños correteando, ancianos jugando al ajedrez y mujeres que cocinan en woks e inundan el ambiente de aromas. Perderse por estos barrios de casas bajas equivale a empaparse de viejas tradiciones, algo que también sucede en el Templo del Cielo, un santuario al que los emperadores acudían una vez al año a rezar por las cosechas. El legado imperial tiene otro enclave memorable 250 kilómetros al noroeste de Beijing (cinco horas de tren) en el palacio de Chengde. Rodeado de montañas, era un retiro ideal para huir del caluroso verano de la capital.
Mucho más que un ejército
Xian supone un cúmulo de nuevas sensaciones, especialmente si se realiza el viaje de trece horas en tren desde Beijing. Lo primero que sorprende son sus 14 kilómetros de murallas, vestigio de cuando fue un estratégico enclave militar además de una etapa de la Ruta de la Seda. A través de esta legendaria vía llegó Marco Polo en la segunda mitad del siglo XIII: «Una ciudad de notable comercio e industria. Tienen abundante seda […] y también manufacturan todo tipo de equipamiento de guerra».
En la actualidad el máximo reclamo de Xian son los Guerreros de Terracota, figuras a tamaño natural que representan a un ejército en posición de batalla y que unos campesinos hallaron por casualidad en 1974. Para palpar la vida de la ciudad, nada mejor que perderse por el barrio musulmán, hogar de la etnia hui, descendientes de mercaderes árabes llegados hace siglos. La Gran Mezquita (siglo VIII) reina en medio de ese intrincado conjunto con puestos callejeros que venden artesanías, pinchos de cordero y dulces árabes.