Por Miguel Sosa.
En la recta final de las elecciones presidenciales, bajo un país bipolarizado, la segunda vuelta no solo parece representar el choque entre dos modelos contrapuestos, sino también, un escenario de lucha antagónica.
La llegada de Bolsonaro a la presidencia en el 2018, no es producto de una mera circunstancia, sino por el contrario, se vio antecedida por momentos de ruptura política en el escenario brasileño. Las protestas del año 2013 podrían ser un primer punto de quiebre, seguido de la “Operación Lava Jato”, que terminaría haciendo colapsar la institucionalidad brasileña en el 2016, con el golpe de Estado a Dilma Rousseff y el posterior encarcelamiento del presidente Lula.
Jair Messias Bolsonaro, termina surgiendo como un claro oportunista del momento político, sabiendo articular el malestar general, el cual no solo afectaba directamente al gobierno de Dilma con los escándalos de corrupción, sino que también, incluyó a una parte importante de la oposición tradicional, sin cuadros que pudieran acaparar el apoyo electoral. Esto generó un estado de sálvese quien pueda, que en medio de la incertidumbre y el descredito, colocaría la solución en manos de un exmilitar con valores antidemocráticos, que en nombre del “Orden y Progreso”, asumiría la tarea de limpiar al país de tanta inmoralidad.
La confrontación dicotómica de la sociedad bajo los términos de Laclau, han permitido la consolidación de un gobierno populista de extrema-derecha, respaldado por el 43.2% de los electores en la primera vuelta. Bolsonaro ha logrado explotar la ruptura de la sociedad, utilizando un discurso de odio como estrategia política, en beneficio de los grandes capitales.
La división entre un “ellos” y un “nosotros”, va más allá de los rendimientos políticos y económicos. En Brasil el bolsonarismo no se ha desmovilizado, a pesar de los escándalos por corrupción de la familia Bolsonaro, los más de 600.000 muertos por el mal manejo de la pandemia, la entrega de empresas públicas, y mucho menos, con el destrozo ecológico que ha ocasionado el gobierno junto a sus socios en el Amazonas. Este sector asume la política como una cruzada entre enemigos, por lo tanto, la segunda vuelta parece ser la batalla final contra ese “otro”, que atenta contra la supervivencia de sus estilos de vida.
En tal sentido, no resulta casual la decisión tomada el 05 de octubre por Bolsonaro de bloquear más de 1 billón de reales, de los fondos a las universidades públicas, sumado a los 1.34 billones que ya habían sido retenidos entre julio y agosto. Esto no solo atenta contra el funcionamiento de las casas de estudio, sino que además, busca calentar las calles previo a la segunda vuelta, en función de contraponer los actos de protestas contra el enfoque de la candidatura de Lula, que apuesta por la reconciliación de Brasil.
La generación del conflicto como estrategia electoral, busca cohesionar a los sectores indecisos en favor de su candidatura, con una reformulada propuesta de orden y defensa de los valores conservadores, frente a una izquierda que “atenta contra las familias brasileñas”. Está línea de acción se viene desdibujando al tratar de asociarse a Lula con lo anti, anti-religión, anti-progreso, anti-libertad.
La defensa de la democracia va a encontrar su última batalla en las urnas este 30 de octubre, pues la ruptura antagónica de la sociedad ha llevado a una desviación totalitaria del país. La convivencia política debe estar enmarcada en un nuevo pluralismo, que permita la existencia y la tolerancia de las diferencias. Este sería uno de los grandes retos para Lula, quien en caso de ganar ya se enfrenta a un parlamento completamente fraccionado.
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