el año 1529, Carlos V pudo al fin realizar lo que había sido un sueño desde el principio de su reinado: viajar a Italia.
A finales de julio zarpó de Barcelona y, tras desembarcar en Génova el 12 de agosto, se encaminó a Bolonia, doscientos kilómetros al este. A su llegada, el 5 de noviembre de 1529, en la puerta de la ciudad le esperaban veinticinco cardenales, casi todos ellos vástagos de los más ilustres linajes italianos.
Al ver al monarca desmontaron de sus cabalgaduras y se inclinaron en señal de pleitesía. Para la mayoría de ellos, al igual que para el papa Clemente VII, miembro de la poderosa familia florentina de los Médicis, que también se encontraba en la ciudad, esto suponía una insufrible humillación.
Dos años antes, en 1527, los soldados alemanes de Carlos habían saqueado brutalmente la Ciudad Eterna, en el episodio conocido como Saco de Roma. El propio pontífice había tenido que refugiarse en el castillo de Sant’Angelo para salvar la vida y se había visto obligado a pagar 400.000 ducados por su rescate y absolver a los saqueadores.
Como los patriarcas del Antiguo Testamento, Clemente decidió dejarse crecer la barba en señal de duelo perpetuo. Pero ahora el papa y los cardenales estaban todos en Bolonia a fin de satisfacer el gran deseo de Carlos V: ser coronado emperador.
En realidad, Carlos V era emperador desde hacía once años. En 1519, a la muerte de su abuelo Maximiliano I, fue elegido como su sucesor por los siete grandes electores del Sacro Imperio Romano Germánico.
Las intrigas de sus enemigos –desde los reyes de Inglaterra y Francia hasta el papa del momento, el Médicis León X, y otros príncipes alemanes– no pudieron nada frente a los 800.000 florines con los que los ministros de Carlos sobornaron a los electores. El 28 de junio de 1519 éstos se reunieron en la ciudad de Fráncfort para designar a Carlos de Habsburgo como «rey de romanos». Aunque este título lo convertía tan sólo en rey de Alemania, en la práctica comportaba el reconocimiento de los poderes imperiales.
Pero la elección debía ir seguida por una ceremonia de coronación; más exactamente, por tres ceremonias. La primera, la coronación como «rey de romanos», tenía que celebrarse en la capilla Palatina de Aquisgrán, la antigua capital imperial, donde al emperador electo se le imponía la corona de Carlomagno y se le hacía entrega de su espada junto con las otras insignias imperiales: el anillo, el orbe y el cetro.
De este modo lo hizo Carlos V el 23 de octubre de 1520. La segunda coronación era la de «rey de los borgoñones» o «rey de Italia», y no tenía un lugar establecido, mientras que la tercera, la de imposición por parte del papa de la corona imperial propiamente dicha, estaba previsto que tuviera lugar en Roma, como habían hecho Carlomagno y muchos de sus sucesores.