Delante de mí, en el suelo, hay una bola de lo que parece barro húmedo de color morado. Abulta más o menos lo que una gorra de béisbol y está tachonada de bayas y semillas, más de 50, algunas más grandes que un hueso de aguacate.
Me arrodillo para verlo mejor. Acerco la nariz hasta unos cinco centímetros de distancia y olisqueo. Huele a fruta con cierto tufillo a vinagre. Peculiar, pero no desagradable.
¿Qué es? Excremento de pájaro. Un excremento enorme. De un pájaro enorme.
Me pongo de pie y miro a mi alrededor. Estoy en el bosque lluvioso de Daintree, a dos horas en coche de la ciudad costera de Cairns, en el extremo norte de Australia. Aquí y allá penetran en el dosel rayos de sol que motean el suelo. En un árbol cercano distingo un dragón de bosque de Boyd, un hermoso reptil con la cabeza crestada y púas en el lomo. De algún lugar cercano me llega el sonido del canto de los insectos. Pero de aves grandes… ni rastro.
Seguramente no la vería aunque estuviese justo detrás de esos árboles. Pese a su tamaño, se camufla con las sombras del bosque. Hablo de Casuarius casuarius, el casuario común, frugívoro jefe de los bosques lluviosos australianos.
Los casuarios son aves grandes, no voladoras, emparentadas con los emúes y, más remotamente, con las avestruces, los ñandúes y los kiwis. Hoy existen tres especies. Dos de ellas están restringidas a los bosques lluviosos de Nueva Guinea y las islas de la zona. La tercera y más grande –el casuario común– se extiende también a los Trópicos Húmedos del norte de Queensland. Algunos habitan zonas de bosque lluvioso, como el de Daintree; otros viven en su periferia y a veces se aventuran en los jardines de las casas.
Pero el casuario no es el típico pajarillo de jardín. Si un macho adulto se yergue completamente, puede rebasar sin problemas a una persona de 1,65 metros de altura (por ejemplo, yo misma)y llegar a pesar más de 50 kilos. Las hembras adultas son todavía más altas y pueden pesar más de 75 kilos. En la avifauna actual tan solo los avestruces los superan en tamaño. Sin embargo, los casuarios parecen más pequeños porque no caminan en postura erguida sino que lo hacen inclinados, con la columna paralela al suelo.
Su plumaje es negro brillante; las patas, escamosas. Son tridáctilos, y en el dedo interior de cada pie han desarrollado una uña modificada temible. Las alas son minúsculas, atrofiadas hasta la mínima expresión. El cuello es largo y casi lampiño, cubierto solo por una ligera capa de plumas cortas que parecen vello. Para compensar, la piel es de unos fabulosos tonos rojos, naranjas, morados y azules. En la base del cuello, por delante, penden un par de pliegues largos de piel coloreada, denominados carúnculas. Los casuarios tienen los ojos grandes y castaños, y el pico, largo y curvo. Sobre la cabeza lucen una protuberancia llamada casco, que parece un cuerno.
Basta con ver dos o tres ejemplares para comprender que entre los casuarios, a diferencia de, por poner un ejemplo, los gorriones, cada individuo es diferente. Uno tiene unas magníficas carúnculas largas y el casco recto; otro presenta un casco que se curva con sofisticación a la derecha. Esta patente individualidad, sumada a sus dimensiones y al hecho de que no vuelan, les confiere una extraña apariencia humana: andan como nosotros, tienen nuestro tamaño y son perfectamente identificables. Por todo eso es habitual que la gente les ponga nombre, como Crinklecut, Big Bertha o Dad. Y eso también podría explicar la razón de que figuren, desde tiempos inmemoriales, en las mitologías de las tribus selváticas. Algunas consideran a los casuarios primos de los humanos; otras ven en ellos personas reencarnadas; también las hay que creen que los humanos fueron creados de las plumas de una hembra de casuario. No obstante, y ahí difieren de nosotros, entre los casuarios son los machos los que se ocupan de toda la crianza –incuban los huevos y cuidan de los polluelos durante nueve meses–, lo que no deja de despertar envidias. «¡Quiero reencarnarme en casuaria!», me dijo una madre de cinco niños.
Para añadir más misterio a su leyenda, los casuarios tienen fama de peligrosos. Y ciertamente, si se los encierra en un corral y se corre hacia ellos blandiendo un rastrillo (idea que se le ha ocurrido a más de uno, a juzgar por lo que se ve en YouTube), uno descubre que su fama está justificada. Son grandes, tienen garras y son hábiles dando patadas, como demostrarán si llega el caso. Acercarse a un macho a cargo de una nidada es arriesgarse a sufrir su ataque protector. Si uno intenta cazarlo o matarlo, puede revolverse… y ganar la pelea. A veces matan perros.
Pero que quede claro: si se los deja en paz y se los trata con respeto, los casuarios son tímidos, pacíficos e inofensivos. En Australia, el último caso documentado de muerte por ataque de casuario sucedió en 1926, y fue en defensa propia.
Dad tiene su territorio en las inmediaciones de Kuranda, un pueblo en las montañas que se alzan detrás de Cairns; lleva al menos 30 años viviendo allí. Su territorio incluye una zona de bosque denso, una carretera y el jardín de Cassowary House, la casa de huéspedes donde me alojo por unos días. Mientras me tomo un café en el porche, Dad y sus tres polluelos se pasean a pocos metros. Dad tiene el casco algo escorado y un poco perjudicado. Los pollos, que a sus cuatro semanas de vida ya me llegan a la altura de las rodillas, emiten unos simpáticos sonidos –una mezcla entre silbidos y pitidos–, mientras corretean. El padre es más callado, pero de vez en cuando abre y cierra el pico produciendo un fuerte golpeteo. También suelta algún eructo. Y una especie de bramido esporádico: baja la cabeza, hincha el cuello y emite una serie de sonidos graves, al tiempo que esponja las plumas. Cuando se sienta, los polluelos corren a arrimársele, y a veces se acurrucan entre su plumaje.
Salta a la vista que cada polluelo tiene su propia personalidad. Uno es aventurero y suele alejarse de la familia; esas escapadas desencadenan a veces los bramidos de Dad. Otro es tímido y no se separa de Dad, cuya atención reclama constantemente. De vez en cuando se tocan mutuamente con la punta del pico –¿un beso?–, aunque el contacto parece propiciado siempre por el polluelo, nunca por el padre.
Parece que Dad y los polluelos siguen una rutina. Comen de buena mañana, descansan la mayor parte del tórrido día y vuelven a comer al anochecer. A veces se bañan en un riachuelo. Un ave rapaz –un azor– ha anidado en lo alto de un árbol cercano, y con cierta frecuencia los casuarios se acercan al tronco para comprobar si ha caído algún alimento –un lagarto muerto o quizás una serpiente–. Si hay suerte, se lo comen.
Pero sobre todo se alimentan de fruta. En el transcurso de una jornada un solo adulto ingiere cientos de frutas y bayas. Sin embargo, la digestión del casuario es delicada, con lo cual las semillas no se deterioran, sino que vuelven a salir intactas. Así, conforme el ave deambula por su territorio, comiendo, bebiendo, bañándose y defecando, lleva semillas de un lado a otro del bosque, a veces desplazándolas a distancias de más de 800 metros. También dispersa las semillas ladera arriba y río a través. Así pues, con sus afrutados excrementos, los casuarios son un importante vehículo de diseminación.
Y para muchos árboles, el único. Cierto es que en Australia viven otros frugívoros (aves pequeñas, murciélagos y marsupiales como el canguro rata almizclado), pero son demasiado pequeños para llegar muy lejos acarreando grandes frutos. Y en el bosque lluvioso, muchos árboles producen frutos grandes y pesados con semillas también grandes y pesadas, porque estas crecen mejor en la semioscuridad del suelo de la selva.
Conforme estos animales vagan, comiendo frutas y evacuando semillas, crean el bosque del futuro: dan a las plantas nuevos lugares donde crecer. Así, en calidad de frugívoro jefe, el casuario es también el arquitecto principal del bosque.
También propician el brote de algunas plantas. Ryparosa kurrangii, por ejemplo, es un árbol que solo se ha localizado en una pequeña región del bosque lluvioso costero de Australia. Un estudio reveló que si no pasan por un casuario, solo germinan un 4?% de las semillas de Ryparosa, mientras que si estas aves las ingieren y defecan, la cifra es del 92?%. (Se ignora el porqué.)
Por eso, si el casuario llegase a desaparecer, la estructura del bosque experimentaría un cambio gradual. Algunas especies arbóreas perderían extensión, y otras probablemente desaparecerían por completo. Sería una lástima: los bosques lluviosos del extremo septentrional de Australia, como el de Daintree, son relictos del antiguo supercontinente Gondwana, lo que significa que buena parte de su flora desciende de la que habitaba los bosques lluviosos que hace 100 millones de años tapizaban buena parte de Australia y la Antártida, por entonces unidas. Como tales, son un museo viviente, una exhibición de los distintos caminos evolutivos que siguieron las plantas.Hay helechos que parecen cocoteros (troncos altos y delgados con un penacho de hojas largas) y palmeras cuyas hojas se antojan paipáis. Hay árboles, y orquídeas, que crecen sobre otros árboles, y en lo más alto, helechos como canastas.
Por desgracia, poco queda en estos días de ese bosque original. Y según ha menguado el bosque, otro tanto ha ocurrido con el casuario.
¿Cuántos quedan? Es la pregunta más peliaguda de la biología del casuario. En Australia, esta ave forma parte de la lista de especies en peligro de extinción; casi todos los cálculos hablan de entre 1.500 y 2.000 individuos, pero solo son estimaciones: el número exacto es una incógnita.
El problema es cuantificar las poblaciones de casuarios. Son aves solitarias que habitan selvas frondosas. Nunca se han publicado las estimaciones basadas en el ADN extraído de los excrementos, ni en las fotografías de individuos que se acercan a los puestos de alimentación de emergencia instalados tras el paso de un ciclón, de modo que no hay constancia de si la población crece o se reduce; ni siquiera se sabe cuán cerca estamos de una posible extinción.
Lo que sí está claro es que los casuarios están en apuros. De igual modo que a veces estas aves matan perros, a veces los perros matan casuarios, sobre todo polluelos. En ocasiones los cerdos asilvestrados les destrozan los nidos, y las aves pueden perecer en las trampas tendidas por los cazadores para capturar a los primeros. Otro peligro es el tráfico rodado. Durante mi estancia uno de los pollos de Dad estuvo a punto de perecer bajo las ruedas de un camión. En Mission Beach, un bonito pueblo costero al sur de Cairns, cada año mueren atropellados varios casuarios.
Yo misma vi una de esas víctimas, tendida en el remolque de una camioneta del Servicio de Vida Salvaje y Parques de Queensland; el guarda la había recogido nada más llegar el aviso del accidente. Era una hembra joven, a punto de alcanzar la madurez sexual. Tenía el casco pequeño y aún conservaba algunas plumas castañas. El remolque estaba manchado de sangre. Me acerqué y la toqué. La piel del cuello era como de terciopelo, y el casco no era duro, sino esponjoso.
El guarda, visiblemente afectado, hilaba un discurso sobre las políticas locales relativas al casuario; explicaba que algunos colectivos abogan por vallar las carreteras y hacer túneles subterráneos para uso de estas aves, mientras que otros reclaman que en lugar de eso se reduzcan los límites de velocidad y se instalen más señales que adviertan del cruce de casuarios. «En las últimas seis semanas han muerto tres», dijo.
Las carreteras, además, dividen el bosque, y a medida que este se fragmenta, los casuarios jóvenes encuentran más dificultad a la hora de hacerse con un territorio propio. Al tratarse de aves muy territoriales, es imprescindible una superficie considerable de hábitat adecuado para que una población sobreviva. Lo cual nos lleva a otro de los grandes problemas: el desarrollo urbanístico. Un caso ilustrativo es Oasis, una promoción de Mission Beach. Tiene calles asfaltadas provistas de hileras de farolas, pero todavía no hay casas, solo solares vacíos con el césped bien cuidado y carteles de «Se vende». Y Dad no lo sabe, pero su bosque se ha puesto a la venta, con lo cual quizá lo talen para edificar. Algunos vecinos intentan impedir este tipo de cosas asociándose para adquirir tierras y convertirlas en reservas naturales, reforestando el bosque lluvioso allí donde ha sido arrasado y haciendo presión para que los agricultores no lo talen. Su esperanza es poder unir los fragmentos de bosque para que los casuarios jóvenes que buscan territorio puedan desplazarse de uno a otro sin necesidad de cruzar los cultivos de caña azucarera o las autovías. Y es que el casuario depende del bosque incluso más de lo que el bosque depende del casuario.
Y como colofón, una última imagen. Estoy en Daintree, la pieza más virgen del bosque que aún sobrevive, de pie junto a una higuera con la esperanza de ver a Crinklecut, un joven macho, y sus dos polluelos. Su territorio se solapa con el de Big Bertha, una hembra gigantesca y mayestática que seguramente es la madre de los polluelos. También vive en la zona una familia humana, con tres niños y una enorme rana arborícola verde de White que un buen día entró en la cocina y se instaló en una sartén. De pronto el benjamín de la casa sale corriendo de entre los árboles para avisarme de que Crinklecut y sus polluelos se dirigen a un riachuelo cercano. Cuando me acerco y los encuentro, Crinklecut se estira cuan alto es y me mira. Acto seguido él y sus polluelos echan a andar y se pierden en la penumbra.