Cerdeña combina con maestría un paisaje de playas protegidas por acantilados rocosos con un corazón agreste de pinos y matas de enebro entre las que pacen las ovejas.
Pero la isla italiana reserva otras sorpresas a quien la recorre sin prisas, como su suculenta cocina y los restos fenicios, romanos y de la cultura nurágica que aún se conservan.
La amurallada villa de Alguer (Alghero), en la costa noroeste, es un buen inicio de ruta. Su vinculación con las Baleares y la lengua catalana viene del año 1353, cuando los venecianos, en su afán por arrebatar la plaza a los genoveses, se aliaron con Pedro IV el Ceremonioso y la ciudad pasó a manos de la Corona de Aragón, que la repobló con colonos enviados desde Barcelona.
Por eso también se la conoce como Barcelloneta y de ahí que sus habitantes hablen una variante del catalán y celebren el Canto de la Sibila en Nochebuena, una tradición casi idéntica a la de Mallorca.
Su centro histórico, bien restaurado, gira en torno a la Piazza Civica o del Poul Vel, donde se encuentran los edificios que durante siglos representaron a las instituciones locales: el Palacio Ferrara, la Casa de la Ciutat y el Palacio de la Duana Reial.
El paseo por sus calles depara sorpresas agradables, como el mercado de antigüedades que cada último sábado de mes se organiza en la plaza Civica, y los conciertos de verano de la iglesia románica de San Francesco.
Al caer la tarde, el viajero descubrirá el placer de andar por el Bastioni Marco Polo, el paseo marítimo que une la torre del Esperò Reial con la de la Polveriera; estos baluartes forman parte de la media docena de torres que antaño defendían la ciudad.