La costa dálmata lo tiene todo: vestigios romanos, palacios imperiales, ciudades venecianas y unas aguas que fusionan los azules y los verdes. El viaje de sur a norte por esta franja rocosa de Croacia obliga a debatirse entre parar a cada paso y contemplar un mar tapizado de islas, o seguir para descubrir la siguiente ciudad medieval.
El punto de partida no puede ser otro que Dubrovnik, esa maravilla de piedras, palacios, iglesias y plazas encerrada en una muralla sobre el mar.
Animada por restaurantes acogedores y coquetas tiendas, su historia transcurre paralela a la de otras ciudades dálmatas. Fundada por romanos en el siglo VII, fue bizantina, veneciana, húngara y –aquí está su diferencia– se convirtió en una ciudad independiente en 1384 bajo el nombre de Ragusa, con una poderosa fuerza naval que la hizo rica y próspera.
Sin embargo, Dubrovnik vivió dos ocasiones amargas: en 1667, cuando un terremoto la dejó en ruinas, y en 1991 y 1992, bajo los misiles serbios. Toda Europa participó en su reconstrucción y ahora vuelve a ofrecerse esplendorosa.
La puerta de Pile, con un puente de piedra sobre el antiguo foso de las murallas, constituye la entrada histórica a Dubrovnik. Por aquí se accede a la plaza de la Fuente Grande de Onofrio y a la calle principal, la Straden o Placa, que atraviesa de este a oeste la ciudad.
No hacen falta indicaciones porque todo, los palacios, la catedral y los monasterios, está a la vista. Tampoco se pueden olvidar las calles paralelas, llenas de rincones que revelan su pasado medieval, ni el imprescindible paseo de las Murallas, desde cuya altura se distinguen el puerto, las calas más cercanas y unas aguas de cristal que invitan al baño.