Existen muchas Namibias. Pero todas tienen en común una sensación de espacio inmenso, de paisajes escenográficos, de horizontes amplios y cielos abiertos. Todas distintas, algunas mezcladas, Namibias que se encierran en un mismo país no solo por los caprichos de las divisiones coloniales –Alemania mantuvo el control de 1884 a 1919; Sudáfrica, hasta 1990–, sino también por la potencia física del desierto de Namib, el más antiguo del mundo. La gran ventaja respecto a otros destinos del continente es la accesibilidad que ofrece al viajero: a todas partes se puede llegar de una forma relativamente amable, aunque existan pocas grandes rutas asfaltadas.
La puerta de Namibia es Windhoek, la capital, en el centro del país. Muy a la manera de las ciudades del África meridional, se trata de un núcleo moderno a la europea, confortable y tranquilo, envuelto por grandes suburbios a menudo invisibles para el viajero, como Katatura. Una lógica histórica y urbanística que se reproduce en Walvis Bay, la ciudad portuaria del país, incorporada a Namibia en 1994. Ubicada a 300 kilómetros de la capital, proporciona el primer contacto con la costa atlántica y la fauna marina, sobre todo delfines, leones marinos y aves.
Al sur de Walvis Bay se extiende el tramo más espectacular del desierto de Namib: los 300 kilómetros que median entre el Parque Nacional Namib-Naukluft y la zona de Sossusvlei. Aunque podamos entrar en las diversas Namibias sin que el orden de los factores altere el fascinante producto, la primera a visitar debería ser el Namib. En esta franja paralela al mar, que cruza el país de norte a sur, Sossusvlei ofrece los iconos más impactantes: las dunas rojizas de tonos cambiantes con la luz; la Duna 4, que alcanza los 150 metros de alto; las lagunas secas de Deadvlei, que han dejado fondos de blancura casi fosforescente donde son visibles los troncos ennegrecidos de las acacias muertas; y el mar de arena al fondo, recortado sobre el cielo azul.