La escritura, en cúfico antiguo, no deja lugar a dudas: «Allahumma aslih Al-Walid ibn Yazid» («Oh, Alá, haz virtuoso a Al-Walid, hijo de Yazid»). Cubiertas por una intervención poco afortunada que había dejado ilegibles los caracteres, las palabras que bordean una de las ventanas de Qusair Amra suponen una revolución que ha reescrito todo cuanto se sabía de este pequeño castillo abandonado en medio del desierto jordano, a 85 kilómetros al este de la capital, Ammán.
Y, sobre todo, son muy reveladoras acerca de la variedad artística de sus pinturas murales, con imágenes de la vida cotidiana, escenas de caza y retazos de la vida cortesana, pero también muestras de ternura maternal e incluso desnudos femeninos. Los frescos de esta fortaleza son un testimonio único del arte islámico de ámbito privado –del que apenas se conservan unos pocos fragmentos–, que en 1985 fueron incluidos como bien cultural en la lista del Patrimonio de la Humanidad.
Hasta ahora estas licencias iconográficas se explicaban por la datación del edificio, que se remonta al siglo VIII d.C. La civilización de los omeyas, dinastía de califas sucesores del profeta Mahoma que gobernaron durante un siglo la primera comunidad islámica, estaba impregnada de una cultura relativamente laica. Por consiguiente, el arte carecía de la rigidez que habría de prevalecer posteriormente, y las herencias culturales helenística, romana y bizantina se hacían sentir con todo su peso, sobre todo en una región surcada por las caravanas y encrucijada de intercambios comerciales entre el Mediterráneo y la península Arábiga.
Pues bien, hoy se puede decir que a esta explicación hay que añadir el descubrimiento llevado a cabo por técnicos del Instituto Superior de Conservación y Restauración (ISCR) italiano, con sede en Roma, que están recuperando las pinturas de Qusair Amra en el marco de un proyecto desarrollado con el Departamento de Antigüedades de Jordania y el World Monuments Fund (WMF), en colaboración con la Unesco.
Gracias a la inscripción, ahora es posible afirmar que quien construyó el «pequeño palacio de Amra», según la traducción literal, no fue, como muchos pensaban, Al-Walid I, el célebre constructor de la Gran Mezquita de Damasco, sino su sobrino Al-Walid II. Este fue un califa de vasta cultura, poeta y amante de la buena vida, tanto que sus adversarios lo dejaron retratado para la posteridad como «el hermoso y el impío». Un calificativo quizás inevitable para un príncipe que personificó los padecimientos del final de la dinastía, que fue amado por el pueblo y por el ejército pero no por su familia, y que acabó siendo víctima de una conjura.
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