Desde cualquier rincón de Atenas se divisa la silueta blanca del Partenón sobre la rocosa colina de la Acrópolis. Incluso desde el puerto del Pireo se puede ver el templo en lo alto, dominando el panorama de la ciudad.
Pero cuando uno se acerca, advierte lo muy dañado que está el espléndido edificio que en su día albergó la gran estatua de la diosa Atenea, el templo que fue el símbolo y orgulloso emblema de la ciudad de Pericles, en los tiempos de mayor gloria de la democracia ateniense.
El Partenón perdió gran parte de sus columnas y todo su techo, y de su magnífica decoración y sus relieves escultóricos casi nada queda. Sus ruinas revelan una larga y azarosa historia. Aun así sigue impresionando al visitante, por mucho que antes lo haya visto reproducido en mil ocasiones.
El Partenón se erigió entre 442 y 432 a.C., dentro del programa de reconstrucción impulsado por Pericles en la Acrópolis. La ciudadela había sido arrasada en 480 a.C. por los persas, que pegaron fuego a sus muros y destruyeron el antiguo Partenón, pero Pericles decidió reconstruirla con un nuevo esplendor que expresara el poderío de Atenas.
Ese plan incluía la construcción de la gran escalinata de los Propileos, el vecino templo de Erecteo, el templete dedicado a la Victoria y el espectacular Partenón, en honor de la diosa patrona y protectora de la polis, Atenea Virgen (Parthénos). Los arquitectos Ictino y Calícrates habían construido un templo sin par, y Fidias, el gran escultor y amigo de Pericles, revisó con ejemplar maestría el genial proyecto.
De iglesia a mezquita
Durante los siglos siguientes, las diversas crisis y la decadencia política de Atenas fueron despojando a su Acrópolis de sus múltiples riquezas y de grandiosos monumentos.
Sometida al dominio romano, algunos ilustres visitantes lograron adquirir allí famosas estatuas. A la destrucción contribuyó además un enorme incendio que tuvo lugar en el siglo III d.C. Pero, sin duda, lo que más afectó a la conservación de los templos de la Acrópolis fue la llegada triunfal del cristianismo.
A finales del siglo IV, el emperador Teodosio prohibió el culto a los dioses «paganos» y como consecuencia, la morada de la diosa Atenea –cuya estatua revestida de oro y marfil, esculpida por el genial Fidias, ya había desaparecido– fue reutilizada y consagrada como iglesia de la Virgen María.
A fines del siglo XII, cuando Atenas era ya tan sólo una pequeña ciudad de provincias, el arzobispo Miguel Coniata podía felicitar a sus fieles por acudir a adorar allí, en el espléndido templo de Nuestra Señora de Atenas, ya no a la falsa virgen Atenea, madre de Erictonio, sino a la Virgen María, madre del Salvador.
La estructura del edificio no cambió mucho, pero la nueva sensibilidad religiosa introdujo algunos cambios en el interior y en las fachadas: se construyó un altar con baldaquino, se levantó un muro que cerraba los espacios laterales entre las columnas, se cambió la orientación de la entrada y se añadió una torre junto a la puerta.
La decoración interior se enriqueció con brillantes mosaicos y en torno al altar se construyó un pequeño ábside, cerrando así la entrada oriental del antiguo Partenón.
Durante más de dos siglos, entre 1204 y 1456, la Acrópolis de Atenas estuvo en poder de distintos invasores procedentes de Europa occidental, desde francos a catalanes, para acabar en manos de una familia de banqueros florentinos, los Acciaiuoli.
El Partenón dejó de ser una iglesia bizantina para convertirse en una catedral católica, y en su extremo sudoccidental se erigió una torre a modo de campanario. En ese tiempo llegaron a la ciudad algunos viajeros que nos dejaron descripciones del antiguo monumento. Un tal Niccolò de Martoni estuvo en Atenas en 1395 y escribió sobre ella en su Libro del peregrino.
Más tarde, Ciríaco de Ancona la visitó dos veces, en 1436 y en 1444, y dejó noticias y algunos dibujos muy interesantes sobre el edificio.
La mezquita y el bombardeo
Tan sólo unos años después, en 1456, la ciudad fue tomada por los turcos. El sultán Mehmed II, conquistador de Constantinopla y soberano de un imperio que comprendía ya toda Grecia, visitó Atenas y expresó su admiración por la Acrópolis y su antiguo esplendor.
Allí estableció una fuerte guarnición y convirtió la iglesia de Nuestra Señora, es decir, el antiguo templo de Atenea, en una brillante mezquita. La torre edificada para campanario por los cristianos quedó convertida en minarete para la plegaria del muecín, las pinturas y los mosaicos que decoraban el interior de la iglesia fueron blanqueados y el altar fue sustituido por el oportuno mimbar.
Peor le fue al vecino Erecteion, que los cristianos usaban como iglesia, donde los turcos instalaron un notorio harén. La Acrópolis quedó cerrada durante siglos a los visitantes extranjeros, aunque algunos lograron contemplarla sobornando a los guardias turcos. Así lo hicieron dos famosos pioneros del turismo europeo en Grecia, Jacob Spon y George Wheeler, quienes
en 1675 calificaron lo que quedaba del Partenón como «la más elegante mezquita del mundo».
Las crecientes hostilidades entre los turcos y los venecianos fueron la causa decisiva de la catástrofe del Partenón, en 1687. Los venecianos, adelantados en la lucha de la Santa Liga contra el Imperio otomano, asediaron con su flota la ciudad.
Los turcos convirtieron el Partenón en el almacén de pólvora y armas, confiando que un lugar tan famoso quedaría a salvo del cañoneo de las fuerzas cristianas. Allí refugiaron también a mujeres y niños. El general veneciano, el sueco conde Koenigsmark, lo bombardeó sin piedad y una gran explosión arruinó el venerable edificio.
El techo entero saltó por los aires y el centro quedó reducido a escombros, incluyendo unas treinta columnas. Quedaron en pie, aunque maltrechos, los dos extremos con sus frontones, separados por un gran hueco. El jefe de la armada veneciana, el ilustre Morosini, quiso llevarse a Venecia las estatuas centrales del frontón oeste, pero no lo logró. Ese despojo llegaría más de un siglo después, de manos de lord Elgin.
La gran explosión convirtió al Partenón en una triste ruina, mucho mayor de lo que ahora vemos, ya que la línea de columnas actual es el resultado de la reconstrucción de comienzos del siglo XX. Los venecianos abandonaron Atenas tras unos meses, porque su defensa les resultaba una carga y la ciudad era muy insalubre.
De modo que los turcos volvieron a instalar una guarnición allí y construyeron en la Acrópolis, dentro del derruido Partenón, una pequeña mezquita. De los quebrados mármoles del Partenón se aprovecharon no pocas construcciones vecinas, y algunos turistas ilustrados se llevaron fragmentos del friso y pequeñas piezas de escultura.
Por ejemplo, un gran coleccionista de antigüedades griegas, el embajador francés, el conde de Choiseul-Gouffier, logró hacerse con una magnífica metopa y un trozo de friso (ahora en el Museo del Louvre). Las ruinas del templo de Atenea quedaron expuestas al deterioro y al pillaje durante muchos decenios.