El lunes 1 de diciembre de 1783 se congregó en torno al jardín de las Tullerías una de las mayores aglomeraciones humanas de la historia de París; según algunas fuentes, la multitud allí reunida llegó a 400.000 personas. Todas querían asistir a un espectáculo que nadie habría imaginado pocos años antes: el de dos hombres que se disponían a elevarse hasta los cielos a bordo de un enorme globo de aire.
Desde hacía días, en la ciudad no se hablaba de otra cosa y la prensa se había hecho amplio eco del acontecimiento. Los espectadores ocupaban los muelles y los puentes, las ventanas y los tejados de las casas, los campos y hasta las poblaciones aledañas. La simple vista del globo antes de su despegue causaba asombro. De color rosa y amarillo, medía más de nueve metros de altura y estaba envuelto completamente por una red de malla cuadrada. En el extremo inferior se había colocado una barquilla de mimbre donde irían los «pilotos»: el profesor Jacques Charles y su ayudante Nicolas-Louis Robert.
Uno de los testigos del evento fue el político estadounidense Benjamin Franklin, el inventor del pararrayos, que se hallaba en París como embajador de Estados Unidos. Franklin se encontraba un poco indispuesto y prefirió seguir el experimento desde el interior de su carruaje, apostado junto a una estatua de Luis XV. Según escribió en una carta a un amigo: «Entre la una y las dos de la tarde la gente miraba satisfecha al ver elevarse el globo entre los árboles y ascender gradualmente por encima de los edificios, un espectáculo de lo más maravilloso.
Cuando los valientes aventureros alcanzaron unos 60 metros de altura extendieron los brazos y agitaron sendos banderines blancos a ambos lados para saludar a los espectadores, que respondieron con fuertes aplausos. El objeto se movió en dirección norte, pero como soplaba muy poco viento, continuó a la vista durante un buen rato; y transcurrió mucho tiempo hasta que los asombrados espectadores se comenzaron a dispersar».
La ascensión de Charles y Robert culminaba lo que fue un año mágico en la pugna del hombre por conquistar el aire. El primer «navegador aerostático», como se empezó a llamar a los globos, fue invención de los hermanos Joseph y Étienne Montgolfier, los inquietos hijos de un rico fabricante de papel de Annonay, una localidad al sur de Lyon.
Una carrera tecnológica
Los hermanos no tenían formación científica, pero conocían las recientes teorías sobre las propiedades del aire, formuladas por químicos como Cavendish, Priestley y Lavoisier, y realizaron varios experimentos con globos de papel para demostrar que el aire caliente es más liviano que el atmosférico.
El 4 de junio de 1783, en la plaza mayor de Annonay, en presencia de la nobleza local y de una gran multitud, encendieron una hoguera alimentada con paja y lana húmeda debajo de un gran globo de tela y papel, provisto de una abertura. Ocho hombres sujetaban el globo mientras se hinchaba, y cuando soltaron las amarras éste ascendió vigorosamente entre los aplausos de los espectadores hasta perderse casi de vista. El aerostato, sin tripulación, recorrió alrededor de dos kilómetros y descendió al enfriarse el aire en su interior.
La noticia sobre el experimento de los Montgolfier se difundió enseguida por Francia y por todo el continente europeo. Incitados por ella, Jacques Charles y los hermanos Robert elaboraron un modelo diferente de globo, lleno no de simple aire caliente, sino de un tipo de gas descubierto pocos años antes, el hidrógeno. El 27 de agosto, ante miles de asistentes, lanzaron un globo no tripulado en el Campo de Marte de París. El globo recorrió unos 20 kilómetros y aterrizó unos 45 minutos después en Gonesse, donde un grupo de campesinos, aterrorizados ante el monstruo que había caído de los cielos, lo recibieron a pedradas y lo destrozaron con sus horcas y cuchillos.
Lógicamente, el siguiente paso en esta «carrera espacial» –aderezada por la rivalidad entre los Montgolfières de aire caliente y los Charlières de hidrógeno, cada uno con sus partidarios– debía ser el de un vuelo tripulado por un humano. Pero primero había que cerciorarse de que un ser vivo podía sobrevivir en las alturas.
El 19 de septiembre, Étienne Montgolfier, ante el palacio de Versalles y en presencia de Luis XVI y María Antonieta, soltó un magnífico globo, de color azul y con ornamentos dorados, cargado con una jaula de mimbre en cuyo interior viajaban una oveja y unas aves. Tras elevarse unos 500 metros de altura, el aerostato descendió suavemente en el bosque de Vaucresson y los animales resultaron ilesos. La valiente oveja regresó al corral, donde recibió un trato de favor durante el resto de su vida.
Hombres voladores
Por fin, el 21 de noviembre, el científico Pilâtre de Rozier y el marqués de Arlandes se convirtieron en los primeros aeronautas de la historia. Ambos iban en una galería que rodeaba el cuello del globo, un Montgolfier, desde la que alimentaban con paja el brasero que ardía en el centro del aerostato.
La majestuosa cúpula azul y dorada se elevó desde un jardín al oeste de París y sobrevoló la ciudad durante unos 25 minutos. La aeronave describió una serie de lentos descensos en picado y se acercó peligrosamente a los tejados de algunas casas. Muchos testigos dijeron más tarde que podían oír a los dos hombres gritarse emocionadamente el uno al otro cuando pasaban por encima de sus cabezas. El globo recorrió unos nueve kilómetros y aterrizó al sur de París, donde los aeronautas fueron aclamados como héroes.
Apenas diez días después, cientos de miles de personas asistían en París al ascenso del globo de Jacques Charles y Nicolas-Louis Robert, que puede ser considerado como el primer vuelo realmente tripulado; mientras el globo de aire de los Montgolfier, de enormes dimensiones, resultaba prácticamente incontrolable, Charles y Robert aplicaron un sistema de regulación de la altitud mediante bolsas de arena a modo de lastre que iban lanzando por la borda.
Jacques Charles dejó un relato de su experiencia: «Nada podrá igualar aquel momento de hilaridad total que me invadió el cuerpo en el momento de despegar. Me sentí como si estuviera volando lejos de la Tierra y de todos sus problemas para siempre. No fue simple deleite. Fue una especie de éxtasis físico».
Su compañero Robert le susurró mientras volaban: «He terminado con la Tierra. Desde ahora, para mí sólo existe el cielo. Una calma tan total. Tal inmensidad…». Recorrieron unos 43 kilómetros y tomaron tierra en Nesles-la-Vallée, al norte de París, en unas tierras de labranza.
Robert descendió de la canasta, pero el intrépido Charles se elevó de nuevo en solitario hasta alcanzar los 3.000 metros de altura, desde donde pudo contemplar la puesta de sol por segunda vez en un mismo día, en medio de un intenso frío y en abrumadora soledad.