Sabemos que las flores, además de ser apreciadas en muchos casos por sus virtudes medicinales, ya formaban parte de la cultura culinaria de la antigua Roma, de los árabes y de las gastronomías tradicionales china e india.
Es posible que el vínculo que mantuvo con este país asiático la reina Victoria de Inglaterra, monarca de medio mundo y emperatriz de la India, fuera un acicate para que las flores comestibles se popularizaran durante su reinado, y su ingesta se expandiera por Europa y América del Norte a lo largo del siglo XIX.
Hoy siguen estando presentes en nuestras mesas, muchas veces sin que lo sepamos (el azafrán, por ejemplo, es el estigma de una flor).
La alta gastronomía actual otorga a las flores un toque de distinción en multitud de platos elaborados por restaurantes de todo el mundo.
Se consumen frescas, deshidratadas, caramelizadas o conservadas en sal, y siempre deben proceder de la agricultura ecológica, que evita el uso de cualquier tipo de pesticida.
Se utilizan en ensaladas y postres, combinadas con mantequillas, quesos, aceites, mermeladas, jaleas, salsas, vinagres, vinos y licores.
Pero, ojo, hay que conocerlas, porque no todas las flores son comestibles, aunque las que sí lo son aportan minerales, vitaminas y carbohidratos.
Definitivamente, las flores despiertan nuestros sentidos: no solo nos encandilan con sus colores y fragancias. Son, además, un ingrediente glamuroso capaz de convertir un simple alimento en un auténtico manjar.