Eslovenia es uno de los estados más pequeños del continente y, sin embargo, atesora paisajes de una riqueza y variedad increíbles. La exquisita Ljubljana, la capital, las montañas alpinas que rodean el lago Bled y el legado veneciano del Adriático trazan la ruta más atractiva por este joven país, constituido en 1991 tras la desintegración de la antigua Yugoslavia.
Ljubljana es bonita ya desde su nombre: su sonoridad líquida proviene de vocablos latinos y eslavos que aluden a las marismas que rodeaban la aldea fundacional. Aunque no resulte fácil imaginarse al mítico Jasón entrando con sus argonautas en la ciudad para salvar a cierta joven raptada por un dragón alado, la Ljubljana de hoy y aquella leyenda griega confluyen sobre los apoyos del puente de los Dragones.
Los habitantes de la capital eslovena no solo perdonaron al monstruo, también lo adoptaron como símbolo de la ciudad y del escudo que adorna sus banderas oficiales. Como la que ondea sobre el castillo asentado en la colina boscosa de Ljubljanski Grad. Las vistas panorámicas son motivo suficiente para llegar hasta él, pero hay más: sus torres de vigilancia, su patio, sus almacenes y calabozos acogen eventos culturales y exposiciones desde hace medio siglo.
Ljubljana podría haber conservado su fisonomía medieval de no ser por el gran terremoto de 1895. Aquel suceso propició la llegada del art nouveau, cuyos aires de modernidad y resurgimiento fructificaron en fachadas y canales que llevan la firma de Jože Plecnik, el arquitecto esloveno por excelencia.
La biblioteca barroca del palacio del Seminario, la obra de los Tres Puentes y los arcos del mercado Tržnice ocupan un paseo matinal que combina el modernismo centroeuropeo con arquetipos de mayor influencia italiana, como el barroco Edificio Consistorial, en pleno centro, o con los parques y jardines que verdean la ciudad, como los de Tivoli.