A un lado, el agua del Bósforo se adentra hacia Asia. Al otro, se extiende Europa. Y alrededor, Estambul, que antes fue Constantinopla y, todavía antes, Bizancio. Ciudad inmemorial, capital de imperios, puente entre Oriente y Occidente, hoy Estambul es una metrópolis de 13 millones de habitantes que mira con tanto orgullo al pasado como al futuro.
El Museo de Santa Sofía preside la zona de Sultanahmet, el corazón de la antigua Constantinopla. Su exterior de tintes rosados no es espectacular, pero en el grandioso espacio interior la luz flota y la cúpula parece suspendida mágicamente casi sin columnas. Santa Sofía resume la historia de Estambul.
Nacida como basílica el año 537, acogía la coronación de los emperadores bizantinos. El sultán Mehmed II la convirtió en mezquita tras la conquista de Constantinopla por el Imperio Otomano en 1453. Y, en 1935, tras el establecimiento de la República de Turquía, fue transformada en museo. Frente a ella se alza la imponente Mezquita Azul (1616), que debe su sobrenombre a los azulejos de Iznik de su interior. Si se entra por la puerta C, en el lado oeste, las cúpulas montadas a diferentes alturas dirigen la mirada hacia donde confluyen los seis minaretes.
Al otro lado de Santa Sofía se extiende el Palacio de Topkapi. Fue erigido por los conquistadores otomanos en la década de 1460 sobre los restos de la acrópolis de Bizancio, en una colina con vistas al mar de Mármara, al Cuerno de Oro y al estrecho del Bósforo.
Se trata prácticamente de un pueblo amurallado en el que los sultanes otomanos residieron durante casi 400 años. Aquí uno puede visitar el harén, los dormitorios y también las salas en las que se gestaron conspiraciones como la que siguió a la muerte del sultán Murad III en 1595, cuando 19 de sus hijos fueron estrangulados para garantizar que su primogénito, Mehmed III, ascendiera al trono sin luchas internas. Aquí también se encuentran algunas de las más sagradas reliquias del islam: la capa y la espada del profeta Mahoma.