A raíz de un ensayo del novelista estadounidense Jonathan Franzen sobre su compatriota y colega Edith Wharton, a quien acusa de no ser físicamente agraciada, se reaviva el debate sobre la importancia de las circunstancias de vida en la obra de un escritor.
Desde hace por lo menos dos siglos (y posiblemente más) la crítica literaria se debate entre el texto y el autor, entre analizar las características de personalidad de quien escribe los libros o enfocarse únicamente en estos y sus propiedades intrínsecas. Por citar solo un ejemplo, recordemos que ese fue el error imperdonable que Proust imputó a Saint-Beuve, uno de los críticos más importantes del mundillo literario francés que creía firmemente que para juzgar la obra de un escritor antes había que conocer las amistades de este, asistir a los mismos salones y saber qué círculos sociales lo admitían y cuáles lo rechazaban.
Ahora la polémica se aviva por un ensayo recientemente escrito y publicado por el escritor estadounidense Jonathan Franzen sobre su compatriota Edith Wharton, quien, en palabras de Franzen (y esto ha sido lo que más irritó al respetable), distaba mucho de poder considerarse una beldad: “tenía una desventaja potencialmente redentora: no era bonita”.
Si bien es cierto que el valor estético de una persona es, por decir lo menos, discutible, en el caso de aquellos que deciden entregarse a una labor netamente intelectual como la literatura importa todavía menos. De ahí que las palabras del novelista se hayan tomado como un intento de juzgar y calificar la belleza de una mujer antes de discutir sus méritos.
En este punto, sin embargo, se plantea un dilema interesante, pues por motivos que no es fácil dilucidar, parece ser cierto lo que plantea Laura Miller en la revista electrónica Salon, que el atractivo impacta mucho menos en la reputación de los hombres que en el de las mujeres, incluso sin tomar en cuenta su ocupación cotidiana. Dice Miller, poniendo un ejemplo ingenioso y ya situado de lleno en la literatura y su recepción, que es difícil imaginar a un Lord Byron feo.
En las mujeres la falta de atractivo genera ciertas reacciones que podrían tener su equivalente en la “hombría” de un escritor, en su incapacidad para satisfacer sexualmente a una mujer. Recientemente fueron revelados detalles de este talante sobre la vida de Saul Bellow, quien sostenía un affaire con la esposa de un amigo al tiempo que esta divulgaba historias sobre la poca potencia sexual del escritor.
Y las anécdotas podrían multiplicarse casi hasta el infinito —porque, hay que decirlo, por lo regular el tránsito irregular de los escritores, esos destinos peculiares que no por casualidad terminan llevándolos a las orillas de la vida donde la literatura es uno de los pocos asideros estables, están llenas de detalles curiosos. Al respecto dice Miller:
Los grandes novelistas, hombres y mujeres, frecuentemente tienen cualidades personales que los marginan socialmente pero que también les ofrece una percha tranquila desde donde observan a los otros. La frustración los puede espolear para escribir sobre lo que ven.
¿A qué nos lleva esto? Puede ser a una de esas respuestas manidas según la cual debe existir una separación tajante entre el escritor y su obra, una donde los vasos comunicantes entre la biografía y la letra estén taponados y clausurados irremediablemente. Pero sabemos bien que esto oscila entre lo imposible y lo innecesario.
Quizá habría entender, como Proust lo hizo en cierto momento, que si bien los detalles de la vida de un autor son netamente circunstanciales e importan casi tanto como el lugar y la hora donde adquirimos su libro, es el genio literario lo que convierte todo eso en literatura y, paradójicamente, sin esa supuesta banalidad del mundo y sus trivialidades la literatura carecería de la sustancia que puede llegar a conmovernos. Al respecto dice el narrador de la Recherche a propósito del viejo Bergotte:
Se disculpaba ante sí mismo porque sabía que nunca podía producir tan bien como en la atmósfera de sentirse enamorado. El amor es demasiado decir, el placer un poco enraizado en la carne ayuda al trabajo de las letras porque anula los demás placeres, por ejemplo, los placeres de la sociedad, que son los mismos para todo el mundo. Y aunque este amor produzca desilusiones, al menos agita también la superficie del alma, que sin esto podría llegar a estancarse. El deseo no es, pues, inútil para el escritor, primero porque le aleja de los demás hombres y de adaptarse a ellos, después porque imprime movimiento a una máquina espiritual que, pasada cierta edad, tiende a inmovilizarse. No se llega a ser feliz, pero se hacen observaciones sobre las causas que impiden serlo y que sin esas bruscas punzadas de la decepción permanecerían invisibles.