Homenaje a José Agustín, por Mauricio Bares

[Mauricio Bares (Ciudad de México, 1963) es director desde 1997 de la Editorial Nitro/Press y autor de la novela Streamline 98 y de los libros de cuento Sobredosis, Ya no quiero ser mexicano, La vida es una telenovela, y de Posthumano, semifinalista en el Premio Anagrama de Ensayo 2006. Apuntes de un escritor malo (Nitro/Press, 2009) también fue publicado como eBook en México, y en versiones impresas en Chile y España. El siguiente texto ?dedicado a Héctor Ballesteros?, proporcionado por el propio Bares a la sección cultural de Notimex, pertenece a la sección “Special Features” de la edición conmemorativa de Se está haciendo tarde (final en laguna) de la Editorial Nitro/Press, México, 2018.]

El hermano mayor

Mauricio Bares

Cuando comencé a escribir me creía la octava maravilla. Tenía veintiuno o veintidós años. Y me sentía feliz por haber encontrado un oficio que valora al hombre por lo que es y no por lo que aparenta… Bastó con ir a talleres literarios para enfrentar mi ingenuidad.

Para empezar, mostraba inocentemente todas mis influencias, hasta enterarme de que debía hacer lo contrario: ocultarlas. Una de ellas, no sólo importante sino decisiva, era el máster. Pero escuchar “Pareces hijo de José Agustín”, dicho además con sorna, fue la gota que derramó aquel primer vaso de mi odio contra la literatura nacional: cien doscientos trescientos cuatrocientos quinientos seiscientos setecientos, al inhalar; setecientos cuatrocientos cien, al exhalar.

José Agustín nació en 1944 y yo en 1963. Habría sido una paternidad muy temprana. Pero, verán, yo nací en el centro de la capital, en una vecindad de la calle Victoria, a la vuelta del Barrio Chino. Mi hermano (1947), sus amigos y mis hermanas mayores hablaban y bromeaban del mismo modo que algunos personajes de José Agustín que yo leería años después.

Mientras tanto, desarrollé una pasión por la lectura que fue desde las historietas y algunos clásicos infantiles y juveniles, luego pasó por las leyendas de Bécquer y parte del Kalimán, llegó a El padrino, que leí completo durante cada verano del CCH, hasta descubrir El jugador y Apuntes del subsuelo, de Dostoievski, que releí como loco no sé cuántas veces.

Leí más cosas pero no vamos a ponernos mamones aquí. El caso es que por culpa de la prepa tuve que leer muchos libros a fuerza. Así que no lo hacía. Me inventé un truco para presentar los exámenes correspondientes: leía unas veinte páginas del principio, otras veinte del final, y si la pereza y la vagancia me lo permitían unas veinte hacia la mitad. Desde luego, algunos personajes habían muerto antes del final pero yo no sabía cómo, y resultaba muy difícil escarbar en doscientas páginas para indagar detalles, sobre todo a las diez de la noche previa al examen. Así que debía inventarme una trama que sonara convincente.

Quizá ahí nací como escritor.

Luego, gracias a mi amigo Héctor Ballesteros, me suministré varias obras de la llamada Novela de la Revolución. Los bandidos de Río Frío resultó decisiva porque mis padres provenían de una sierra en Puebla a donde fui con ellos varias veces durante mi infancia, y a donde seguí yendo años después sólo con mi madre. No me gustaba hacerlo pero me servía para ver el pinche Pedro Infante en que me habría convertido si mis temerarios padres no se hubieran mudado a la capital cuando sólo tenían 21 y 17 años de edad siendo casi analfabetos. El punto es que aquella highway to hell tomaba entre siete y nueve horas para un trayecto que hoy se realiza en poco más de tres, por lo que la primera parada de esos guajoloteros que iban puebleando era Río Frío, donde mi madre me despertaba para estirar las patas, jalar aire helado, orinar tras un árbol y comer pan de nata con un atole que me bajaba derrapando, hirviente, por el esófago.

El leer una novela épica que sucedía en ese sitio cambió mi vida, porque el escenario de mi lectura no era un casino ruso ni las escarpadas cumbres becquerianas ni Nueva York ni Sicilia, ¡sino fucking Cold River!, un lugar donde sucedieron batallas históricas registradas en una novela y donde yo había orinado sólo unas décadas después. La literatura y mi vida se fundían.

Y cuando el mismo Héctor Ballesteros me prestó el primer libro que leí de José Agustín, El rey se acerca a su templo, el efecto fue aún mayor, no sólo porque las historias y los personajes eran muy parecidos a las anécdotas que vivía con mis amigos, sino que habían sido escritos con el lenguaje y el humor con el que crecí en mi casa. Sólo bastó con leer La tumba y De perfil para decirme a mí mismo: tal vez yo también puedo escribir. Se está haciendo tarde (final en laguna) fue el último empujón.

La escritura me atrapó de inmediato. Me pareció mucho más fascinante que la lectura. Pero me sentía como un ciego en un cuarto oscuro. Necesitaba retroalimentación. Así entré a un taller literario en 1984. La verdad es que el primer cuento que llevé tenía una sobrecarga simbólica tan ingenua que si lo hubiera acomodado en verso habría pasado como poema, y desde luego no se parecía en nada a la literatura de José Agustín, pero como tenía algunas palabras que la coordinadora calificó como “juveniles” y “onderas”, me dijo “pareces hijo de José Agustín”. En otra ocasión me llamó Joseagustincito. Y así sucedió en sesiones posteriores y en más talleres, con otros coordinadores, incluso con otros participantes. Recuerdo a un chavo que compartió una historia sobre los BUK, una banda tipo Los Panchitos, y cuando le criticaron el lenguaje se defendió diciendo que así hablaban en las pandillas. “Con esos personajes, esas historias y ese lenguaje no se hace literatura”, fue el argumento del coordinador, no recuerdo las palabras exactas. Lo curioso era que esos coordinadores no pertenecían a ninguna vieja guardia, eran jóvenes nacidos en los cincuenta.

Nuestra inmadurez no nos impedía ver que la finalidad de esos talleres no era ofrecernos una opinión calificada para mejorar nuestros cuentos, sino el someterlos a un Juicio Estético de Esto Sí y Esto No. Nuestra inmadurez, más bien, nos impedía estructurar un argumento sólido para mandarlos a chingar a su madre. Pero el punto que nos quedaba muy claro era: No más José Agustín. Negarlo. Borrarlo del mapa. Nunca existió. Éste es su Tlatelolco.

Con los años, la cosa no ha cambiado mucho ante los dueños de la literatura del país. En mi opinión, la obra de José Agustín plantó su propio árbol desde hace casi cinco décadas. Al igual que Revueltas, Arreola, Rulfo, Paz, Fuentes, y quien me digan, creó una literatura. Y quizá ha sido el escritor mexicano más leído, más imitado, más compartido, más fumado, más reeditado, en los últimos cuarenta años.

El más influyente, pues.

Negarlo a él o a su generación ha sido un esfuerzo inútil.

Se está haciendo tarde (final en laguna), quizá la cumbre más alta de un escritor que inició muy joven y que aún escribió obras magníficas, es la explosión de un sueño colectivo. Un “hasta aquí llegamos” generacional. Y no podía tener una mejor representación escrita que el máximo reventón, expresado del modo más libre posible y llevado a sus últimas consecuencias: encontrarse cara a cara con la muerte y la ausencia de sentido. Respecto a la forma, los versos más sonados de la canción de los Beatles están aquí, en el libro, pero hay otros que para mí son tanto o más importantes: “Take it easy / Make it easy”. Así José Agustín juega como se le da la gana con todo: la filosofía, el misticismo, la psicología, la sexualidad, la literatura, el lenguaje, el idioma, los idiomas, la ortografía, la redacción, la tipografía, y les añade un tanque de gasolina y un cerillo. Everybody’s got something to hide except for me and my monkey. Dilo Todo. Que valgan madre los puntos las comas las comillas los guiones de diálogo las cajas tipográficas. Así, entre churros, tragos y chochos, nos advierte que el narco es el gobierno desde entonces. Y que a Lecumberri caen los que no tienen credencial VIP. En cuanto a sus gustos e influencias, no tiene empacho en compartirlas, pues tiene un estilo inconfundible. “Mil veces mejor ver hacia arriba pero el cielo se resquebrajó y cayó sobre la playa”, escribe en un punto culminante de esta novela [Se está haciendo tarde] como también sucede en El cielo protector (1949), de Paul Bowles, que aquí se conocería aún dos décadas después gracias a su versión fílmica.

José Agustín, lo mismo que Parménides, De la Torre, Sainz, Cuevas, Gurrola, Jodorowski y muchos más, fueron la expresión en México de lo que sucedía en el mundo en ese entonces y que era firmado por Warhol, Kubrick, Fosse, Monty Python, Godard, Pasolini, y muchísimos etcéteras.

Uno de mis mejores amigos hasta la fecha —quien me recomendó ir a aquellos malditos talleres— los abandonó conmigo y con muchos otros incipientes escritores cuando nos dimos cuenta de que podíamos aprender más leyendo a José Agustín y a otros autores negados, de aquí y de fuera, que escuchando a quienes los negaban (mismos que hoy, por cierto, no figuran en ningún lado).

En ese sentido, sin conocerlo personalmente, José Agustín ha sido como un hermano mayor que nos ha mostrado a varias generaciones que es posible sentirnos a nuestras anchas en un medio que parece tener un palo de escoba clavado en el culo y que por lo tanto puede llegar a ser muy hostil. A treinta años de haberlo leído, recuerdo hoy dos influencias suyas muy significativas, aparte de su sagacidad, su humor, su generosidad, su confianza en sí mismo: Jung y Cabrera Infante; a éste terminé entrevistándolo en Londres a finales de 1991.

NTX/MB/VRP