Iguazu…uno de los espectáculos más atronadores de la naturaleza

Si un pájaro levantara el vuelo en Buenos Aires, enseguida observaría un laberinto de canales de agua alrededor de la ciudad de Tigre. Allá desemboca en un delta interno el río Paraná, cuyas aguas nutren el anchísimo río de la Plata. Si el ave continuara remontando el curso del Paraná, acabaría encontrando un pequeño afluente llamado Iguazú, un río de dimensiones modestas que discurre muy mansamente desde las montañas costeras de Brasil hasta que, súbitamente, se desploma formando uno de los espectáculos más atronadores de la naturaleza: las cataratas de Iguazú.

En la película La Misión (Roland Joffé, 1986) Robert de Niro y Jeremy Irons parecían domesticarlas. Y eso no es posible. Las cataratas de Iguazú son inabordables. Nadie en su sano juicio intentaría saltarlas o escalarlas. Ni nada puede preparar al visitante para tamaña belleza. Quizás tanta hermosura fuese demasiado para un solo país y por eso decidieron administrarla entre Argentina y Brasil. Ambos estados declararon las cataratas parque nacional en 1934 y 1939, respectivamente, y construyeron sendas ciudades con aeropuerto y todo tipo de servicios, así como una carretera que permite ver los saltos desde los dos lados de la frontera.

Más altas que las del Niágara, entre Canadá y Estados Unidos, y más anchas que las Victoria, en el sur de África (entre Zimbabue, Zambia y Botsuana), las cataratas de Iguazú, cuyo nombre en lengua nativa significa «aguas grandes», son un conjunto de 275 saltos. El más impresionante se llama Garganta del Diablo, mide 80 metros de altura y, pese al nombre aterrador, es un paraje del que uno nunca quiere apartar la vista, embelesado por el velo perenne de su cortina de agua.

Desde la vertiente brasileña se tiene una mejor idea de la magnificencia de las cataratas, mientras que desde la argentina es fácil penetrar por los senderos del bosque subtropical de araucarias y lianas, entre orquídeas y claveles aéreos. Incluso se puede disfrutar de la compañía de tucanes y vencejos, de mariposas de colores chillones y de los glotones coatís, unos mamíferos pequeños de la misma familia que los mapaches que aguardan impacientes la comida de los turistas.

El viaje en avión hacia Río de Janeiro alcanza en apenas dos horas los remanentes del bosque costero brasileño y la floresta de Tijuca, en la conocida como la «ciudad maravillosa», como reza la publicidad oficial y como creen la mayoría de brasileños. Y por una vez, los tópicos hacen justicia.

Río es la ciudad de las vistas, bella desde cualquier perspectiva. Si se tiene suerte con las nubes, ya deslumbra desde el avión. Cautiva desde los promontorios del Pan de Azúcar, uno de los pináculos alfombrados que emergen del mar, y también desde la cima del Corcovado donde se alza el Cristo Rendentor, tal vez su monumento más identificativo. Y enamora desde las atalayas más insospechadas. En mi memoria perduran dos observatorios privilegiados: el Museo de Arte Contemporáneo diseñado por Óscar Niemeyer (1907-2012), en la localidad de Nitéroi, que garantiza una vista inolvidable desde el lado opuesto de la bahía de Guanabara; y la favela de Cantagalo, justo encima de Ipanema, ahora ya rescatada de la tiranía de los narcotraficantes y abierta al turismo.

Ipanema, la playa más glamurosa de una ciudad que vive, hace deporte y escucha música a la orilla del mar, simboliza ese arte de vivir que los cariocas han convertido en seña de identidad. Y poco importa si el tranvía que trepa al barrio bohemio de Santa Teresa parece demasiado lejano, merece la pena subir a él para tomarse una cerveza helada en uno de sus botecos y llegarse luego al estadio de Maracaná para oír los rugidos que salen de este templo del fútbol mundial. En Río se saborea el momento y cada experiencia suma.

Por si acaso, por si las escuelas de samba, el Carnaval o el Fin de Año se antojan excesivamente populares, todavía quedan arenales recónditos. La bahía de Paraty, 245 kilómetros al sur de Río, combina naturaleza y una arquitectura nacida de la época dorada de las minas en el siglo XIX y declarada Patrimonio de la Humanidad. Sus playas se cuentan entre las mejores de la costa atlántica junto a las de la cercana Ilha Grande. Otro prodigio natural que confirma la excepcionalidad de esta franja de América del Sur.