Dicen los japoneses que para entrar con sosiego en la edad madura hace falta empaparse del otoño de Kioto, deleitarse con sus jardines y dejar que el alma se inunde de la furia del rojo y el amarillo, templada en la profundidad de los verdes perennes. Empezar así el viaje por Japón llena el ánimo de buenos augurios.
El encanto de la antigua capital imperial (794-1868) reside en sus miles de templos y jardines, de los que más de 200 están abiertos al público. Remansos de paz en los que apenas se percibe el flujo de turistas, la mayoría japoneses, que se refugian en la contemplación de un paisaje delimitado por el tiempo, ya que la perfección de un jardín se encuentra en la distinción de las cuatro estaciones.
Húmedos o secos, amplios o pequeños; unos destacan por el rastrilleo de su grava blanca o negra; otros, por sus macizos de flores o por la música de sus cascadas de piedra y de sus bambús mecidos por el viento. Muchos están dotados de un salón de té en el que es posible disfrutar de un ritual que puede durar hasta cuatro horas y requiere una maestría de años.
Kioto es una ciudad moderna de 1,4 millones de habitantes que debe su esplendor al shogunato o era Edo (1604-1868). Durante ese periodo el emperador estuvo sometido a los señores de la guerra (shogun), que cerraron Japón a todo lo que venía de Occidente y trasladaron a Edo (Tokio) el poder político y militar del país. Aislada de influencias perturbadoras, Kioto se llenó de arquitectos, pintores, poetas, músicos y artesanos.