La Antártida es la gran aventura pendiente del siglo XXI. La Antártida representa el fin del mundo, la única tierra ignota de los mapas y, para la inmensa mayoría de viajeros, el sueño más deseado. Un periplo a través del túnel del tiempo con salida a la última Edad de Hielo, hace 100.000 años, y en el que la recompensa es un escenario de glaciares, desiertos de hielo de kilómetros de espesor, pingüineras de 400.000 individuos, focas…
La travesía empieza casi siempre en la ciudad argentina de Ushuaia, otro topónimo que suena a aventura y lejanía, porque desde aquí parten los barcos-expedición al continente helado. Ushuaia, erigida en la ribera norte del canal de Beagle sobre un antiguo poblado yagán, es el prólogo perfecto para una aventura de semejante calado por su condición de población de frontera y por la luz gris que la baña.
Desde este puerto hay 150 kilómetros en línea recta hasta el cabo de Hornos. Y de allí a la Antártida, otros 900 kilómetros de la más absoluta nada. Es el paso de Drake, las aguas más traicioneras del mundo, 480 millas náuticas de olas y tormentas que separan el extremo sur de América de la Península Antártica, la punta del continente blanco.
Se entiende, entonces, la excitación de los 190 pasajeros que nos agolpamos en este atardecer incandescente en la cubierta del Fram, un buque de casco reforzado construido especialmente para navegar entre hielos. Dejamos atrás Ushuaia y enfilamos las 40 horas de travesía que, si todo va bien, se necesitan para cruzar el paso de Drake.
Esta vez Drake es amable con nosotros y el barco no se zarandea demasiado –¡ya lo hará a la vuelta!–, de manera que, tras dos días viendo por la borda petreles y albatros surfeando sobre los penachos blancos del oleaje, aparece en el horizonte el archipiélago de las Shetland del Sur, paralelo a la Península Antártica.
La tripulación arría las lanchas neumáticas y nos disponemos a vivir el momento soñado: pisar el continente helado. Y lo hacemos precisamente en la isla de Livingstone, la primera costa de la Antártida que avistó el ser humano. Ocurrió en 1819, cuando el barco de William Smith, que cubría la línea regular entre Montevideo (Uruguay) y Valparaíso (Chile), fue lanzado al sur por una tormenta y se topó con esta masa de hielo. Cuando Smith llegó vivía aquí un millón de focas y leones marinos. En solo tres veranos los cazadores los exterminaron a todos.