La jefa de adiestradores Teri Turner Bolton contempla a dos jóvenes delfines machos llamados Héctor y Han, cuyos hocicos asoman del agua mientras esperan con atención la siguiente orden.
Los delfines mulares del Instituto de Ciencias Marinas de Roatán (RIMS), un centro turístico y de investigación situado en la isla hondureña homónima, son veteranos de los espectáculos. Han sido entrenados para obedecer la orden de describir tirabuzones en el aire, deslizarse por la superficie del agua manteniendo el equilibrio sobre la cola y saludar con las aletas pectorales a los turistas que varias veces por semana llegan al complejo en cruceros.
Pero a los científicos del RIMS les interesa más estudiar su mente que admirar sus actuaciones. Cuando con la mano se les hace la señal de «innovar», Héctor y Han saben que deben sumergirse y expulsar una burbuja de aire, o salir del agua con un salto parabólico, o descender hasta el fondo, o efectuar cualquiera de los otros diez o doce ejercicios que completan su repertorio, pero sin repetir ninguno de los que ya hayan exhibido en esa sesión. Lo más increíble es que suelen entender que en cada sesión deben intentar algún ejercicio nuevo.
Bolton aprieta las palmas de las manos sobre la cabeza –la señal de innovar– y acto seguido junta los puños –la señal de «tándem»–. Con esos dos gestos ha indicado a los delfines que hagan un ejercicio que ella aún no haya visto en esa sesión y que además lo efectúen simultáneamente.
Héctor y Han desaparecen bajo el agua. Con ellos está un psicólogo comparativo llamado Stan Kuczaj, equipado con traje de neopreno, tubo de buceo y una gran videocámara sumergible provista de hidrófonos. Kuczaj graba varios segundos de gorjeos audibles entre Héctor y Han y a continuación su cámara los inmortaliza girando despacio y al unísono, y agitando la aleta caudal tres veces simultáneamente.