En esta isla hay tantas otras. Lanzarote contiene Stromboli, Krakatoa, Niihau, Islandia y Pascua. Y al mismo tiempo, la isla canaria es un universo pequeño sin paralelo, que no guarda similitud con ningún otro lugar.
Tampoco con la isla que tiene tan cerca. Desde el aire Fuerteventura parece una prolongación de Lanzarote; pero qué contraste de colores, de formas, incluso el litoral presenta otro aspecto. Su paisaje, tan mínimo la primera vez que lo vemos, está lleno de algo que grita su ausencia, que hay que conquistar mirando hacia dentro. En el desierto de Arizona me acordé de la isla canaria y también en la isla de Vulcano, en las Eolias, por diferentes razones.
¿Por qué es tan distinto el paisaje y la atmósfera de Lanzarote? La naturaleza, como un herrero golpeando una fragua furiosa, la modeló a fuego. Remotas erupciones volcánicas y estampidas de lava la prepararon para las sacudidas telúricas que durante cinco años, a mediados del siglo XVIII, hicieron de su faz un magma abstracto de colores y formas que nunca deja de sorprender.
Fascinada y sobrecogida, la viajera inglesa Olivia Stone describía así las Montañas de Fuego en 1887: «Nada se mueve; no hay ni siquiera una ramita que nos indique de dónde sopla el viento; solo aridez y desolación». Y sin embargo ese «paisaje tremendo y magnífico» logra que nos concentremos en lo esencial, la substancia de la belleza, sin que nada nos distraiga. El silencio y la quietud son resaltados por el viento visitador que orquesta el panorama lanzaroteño: alza los brazos y enmaraña las nubes, maneja las sombras sobre los campos oscuros como un titiritero y nos ventila el alma.
Por ser distinta, esta isla hasta tiene un mar propio, a su imagen y semejanza: no es azul ni verde, y el turquesa no es tampoco el verdadero tono que lo define. A veces tramos de la costa aparecen rojos y se diría que se hubiesen desangrado allí ballenas mitológicas. Las olas tienen su manera de romper sobre la escoria encabritada, cual si todavía necesitara enfriarse, como en Los Hervideros, en el sudoeste de la isla. Olivia Stone fue de los primeros foráneos en ver que el paisaje de Lanzarote era «novedoso y por completo diferente al de cualquiera de las otras islas». Tal huella le dejó que en un poema la descubrimos «deseando con un suspiro que aquel hubiera sido su destino».