Lanzarote…isla de volcanes y acantilados de lava petrificada

Lanzarote es una isla de volcanes, representante de esa otra Canarias menos concurrida y más genuina. Un territorio de acantilados de lava petrificada, danzas isas y tortitas de gofio, en el que una gota de agua es un tesoro. Además, esconde entre sus roques piedras basálticas y campos de tuneras, el secreto de César Manrique, el artista que luchó por preservar la identidad cultural canaria e integrar el paisaje, sin mancillarlo, en el desarrollo urbanístico.

La obra de Manrique (1919-1992) está repartida por toda la isla, pero una manera de empezar a descubrirla es salir desde Arrecife, la capital, hacia el norte y, a 13 kilómetros, parar en el pueblo de Guatiza. Allí se puede visitar la primera de sus obras: el Jardín de Cactus, con más de 10.000 cactáceas traídas de todo el mundo.

Siguiendo la carretera en la misma dirección se entra sin transición en el paisaje lunar del Malpaís de la Corona. La identidad de Lanzarote está ligada a conos, chimeneas y cráteres que los lugareños, en una muestra de sabiduría popular, llaman «malpaís», una tierra accidentada y baldía pero que, por ironías del destino, se ha convertido en un gran atractivo para el turismo.

En este paisaje dominado por el volcán de la Corona, César Manrique llevó a cabo otras dos obras geniales: los Jameos del Agua, un tubo de lava en cuyo interior hay un lago natural e incluso un auditorio; y la Cueva de los Verdes, otro enorme túnel volcánico de 6 kilómetros de longitud, del que se ha acondicionado una parte para la visita y donde se puede contemplar un singular efecto visual sobre el agua. El paseo hacia el norte de la isla culmina en uno de sus lugares más emblemáticos: el Mirador del Río –también de Manrique–, un rincón abalconado que mira al islote de La Graciosa.

Descendemos 25 kilómetros por la otra vertiente de la isla hasta el pueblo de Teguise, que nos espera con su iglesia de Nuestra Señora de Guadalupe (siglo XVI). Aquí nace el desvío que lleva a otro enclave mágico, uno de esos rincones que poseen la virtud de sacarte del mundo real y transportarte a otro de paz y silencio.

La Caleta de Famara, en realidad una playa enorme, queda cercada al norte por los acantilados de Famara, una muralla negra donde se enredan los alisios del océano Atlántico. Por el sur, en cambio, el arenal fuga sin que nada lo detenga hasta donde la vista se pierde. Completa el paisaje la aldea marinera de Famara, donde las calles son de arena, el viento sopla y el mar se refleja en las fachadas. Un lugar para llegar, enamorarse y quedarse