Después de la imprenta, con los mensajes SMS y Twitter, la lectura enfrenta una nueva gran metamorfosis: lo que se modifica no sólo es el consumo de la literatura, es también nuestro cerebro y su relación a la información.
La lectura no ha sido siempre la misma, pero sus cambios parecen tan pocos y tan paulatinos que tendemos a obviarlos o desconocerlos. Dos o tres son sus transformaciones importantes: de leer oral y grupalmente se pasó, más o menos en el siglo XV, a leer silenciosa y solitariamente; entre el XVIII y el XIX dejó de releerse un puñado de textos clásicos para comenzar a leer compulsivamente y en serie los muchos libros que por entonces se daban a la imprenta. De esos cambios resulta nuestra lectura actual: leemos solos y en silencio y casi no releemos los libros que leemos. Pero seguimos compartiendo lecturas y de vez en cuando tomamos de nuevo un libro ya leído para releerlo completamente o sólo algunas de sus partes.
Esta historia también pocos la protagonizan. El autor y el lector son, de ordinario, los más importantes (aunque el grado de su importancia no ha sido siempre el mismo). Menos atención recibe alguien que por comodidad personificaré como el impresor, en quien convergen todas las preocupaciones materiales en torno a los libros. Pero quizá esta no sea la mejor forma de presentarlo. Quizá sería mejor decir que el tercer elemento de esta obra es, como el escenario, la parte material y espacial donde se representa y que, en el caso de la lectura, podría identificarse con los medios que hacen la lectura posible: el papel, la tinta, la imprenta (o sus equivalentes históricos).
Pero eso fue hace siglos. La lectura ha cambiado o, mejor dicho, está cambiando: los autores, los lectores, los mediadores entre ambos. El autor, esa difícil noción moderna, pierde cada vez más la verticalidad que lo caracterizaba desde Montaigne, gana en ubicuidad, pero conserva e incluso ha exaltado su ligazón indefectible al yo. ¿Lectores como Nabokov? Nunca fueron muchos, pero quizá ahora sean todavía menos: «A good reader, a major reader, an active and creative reader is a rereader» (Lectures on Literature), pero también puede ser que la literatura que se hace en nuestros días —la literatura que cabe en los 140 caracteres de un tuit o en el post de un blog— requiera lectores distintos a Nabokov —o quizá no. Finalmente, los medios están cambiando. Como antes con la memoria y la imprenta, ahora la lectura parece atravesar una revolución gracias a la tecnología originada en la computación. Es muy probable que sigamos leyendo a solas y en silencio, quizá seguiremos compartiendo a destiempo los hallazgos de nuestras lecturas, pero el hecho de leer, la forma en que lo hacemos, nuestros hábitos y prácticas y manías, es lo que pienso que está cambiando.
Quizá el lector contemporáneo sea más impaciente, más reacio a leer demasiadas palabras y todas con cuidado. Quizá sea excesivamente selectivo, aunque no siempre seleccione lo mejor. Si es creativo o inteligente, ¿cómo saberlo? Eso depende de sus lecturas previas. Un tuit puede llevarlo a pensar en un poema leído hace mucho tiempo, en el diálogo entre dos personajes de una novela, en un cuento de Arreola. También es seducido rápidamente por el efecto inmediato: un juego de palabras corto, eficaz, sencillamente gracioso; una frase de voluntad poética anclada en imágenes asequibles; otra que parodia algo demasiado conocido (la noticia del día, el eslogan más repetido, el error del famoso: la actualidad). En esos tres ejemplos una constante: las figuras retóricas de repetición. Por último aventuro que a este lector nuestro de cada día le importa poco o nada recordar lo que ha leído. Pero tampoco escasean las muestras de otro tipo a disposición de los lectores, esas que pueden caber en las anteriores clasificaciones, pero que también ofrecen una ganancia inesperada al lector, la que da el ingenio y la inteligencia.
¿Los riesgos? La confusión entre lectura y consumo. La dependencia enfermiza hacia el autor (paralelamente, el miedo incurable del lector sobre si su lectura es o no correcta). Ese raro narcisismo colectivo. Perseverar en la creencia de que la literatura sólo es Cervantes o Shakespeare o que sólo está entre las tapas de los libros o que leer a cualquier aforista célebre (Kraus, Lichtenberg, Gómez de la Serna) no es equiparable a leer una timeline bien elegida. El encasillamiento en lo breve y fragmentario. La aparente victoria de la ocurrencia, de la banalidad, del desdén, del olvido. El aparente triunfo de la risa y el humor (y el desprecio por todo lo doloroso, lo triste, lo sufriente). El asentamiento de la comodidad.