Olivier Grunewald hizo su primera incursión en el universo volcánico en 1997, cuando viajó a Italia para fotografiar el Etna y el Estrómboli. Tras estudiar fotografía comercial en París, en 1986 apostó por un cambio y durante años viajó para colgarse por acantilados de todo el planeta con el objetivo de fotografiar, desde el otro extremo de la cuerda, el descenso de escaladores de alto nivel.
Más tarde compró una cámara de gran formato y se dedicó a captar la esencia del paisaje del Oeste norteamericano. Allí, en comunión con esos horizontes, descubrió que la fotografía era la excusa perfecta para sumergirse en la Tierra más primigenia.
«En esos parajes me siento en armonía. Son una fuente de inspiración», dice Grunewald, quien participa en el proyecto Wild Wonders of Europe con sus imágenes de volcanes del Viejo Continente.
«Me fascinan los volcanes activos porque me recuerdan siempre que existen fuerzas en la naturaleza que los humanos no podemos controlar.» Y trabajar en ellos no es fácil. «El calor es la limitación principal. Voy con varias capas de ropa que me aíslan de las altísimas temperaturas y uso una máscara para protegerme de los gases tóxicos.
En alguna ocasión he utilizado un traje especial para poder acercarme al máximo, pero pesa mucho y es muy incómodo.» Es esencial mantenerse a favor del viento. Si sopla en contra, es imposible hacer una sola foto y el calor resulta insoportable. «Siempre llevo la cámara protegida entre la ropa, pero así y todo, a menudo los gases ácidos dañan alguna lente. Son gajes del oficio.»
Con una treintena de experiencias volcánicas a cuestas, Grunewald es hoy uno de los fotógrafos más prestigiosos en su especialidad. Su obra, galardonada cuatro veces en el certamen World Press Photo, se ha publicado en los medios internacionales más reconocidos.
Ahora, junto al operador de cámara Régis Etienne, ha realizado su primer documental, en el que muestra la cara más desconocida del Kawah Ijen.