En el cielo de Lhasa, una mole de piedra blanca brilla como un faro que guía a los navegantes hasta el pie de sus escalones. Inicialmente aturdido por el aire tenue de los 3.600 metros de altitud, el visitante acude al palacio de Potala con el respeto reverencial que merece uno de los hitos viajeros más codiciados del mundo.
Llegar a las puertas del Potala, residencia de los dalái lamas en los últimos cuatro siglos, significa penetrar en el misterioso Tíbet. Desde que en la Edad Media Marco Polo hablara de un país de poderosos magos que eran capaces de apartar la lluvia con las manos, el mito se ha ido alimentando con los siglos.
El cierre de fronteras en el siglo XVIII para todos los extranjeros hizo crecer la curiosidad entre los occidentales, que han mostrado un ahínco especial en llegar a Lhasa para descubrir qué había de cierto acerca del país oculto tras las montañas del Himalaya, situado a 4.000 metros de altitud y poblado por monjes que podían levitar o entrar en combustión a voluntad.