Persépolis…de extraordinaria grandeza y exuberancia

Cuando, en torno al año 515 a.C., las delegaciones de los pueblos sometidos por los persas llegaron por primera vez a Persépolis para entregar sus tributos a Darío I con ocasión de las celebraciones del Año Nuevo, su sorpresa debió de ser mayúscula. En otras ocasiones, al acudir a la corte persa en Pasargada o en Susa, ya habían podido contemplar construcciones de extraordinaria grandeza y exuberancia, pero ninguna igualaba la nueva capital que Darío empezó a construir entre 518 y 516 a.C. en el corazón mismo de la región de Fars.

El Gran Rey la denominó Parsa, por el nombre del pueblo persa; más tarde los griegos la llamarían Persépolis, «la ciudad de Parsa». Siglos después, cuando se olvidó la conexión de este complejo monumental con los reyes aqueménidas, se lo vinculó al gran rey mítico de Irán, ?amšid, y recibió el nombre de Taxt-e ?amšid, «el Trono de ?amšid», como se le conoce actualmente. En la Edad Media lo llamaban sad stun, «las Cien Columnas».

Al acercarse desde el oeste por la llanura, las delegaciones podían ver cómo, detrás de las construcciones de una ciudad, se alzaba una amplia plataforma de piedra de 15 metros de altura, sobre la que a su vez se levantaba el sensacional pórtico del Apadana, la sala de audiencias de los grandes reyes persas. Sus columnas de 20 metros de altura hacían que la construcción alcanzara en total los 40 metros. Este ingenioso método para conseguir un espectacular efecto visual, nunca antes utilizado, sería imitado más tarde por algunos templos griegos en la Acrópolis de Atenas y en Asia Menor.

La plataforma, que se extendía por la ladera suroeste del monte Kuh-e Rahmat o monte de la Misericordia, tenía dimensiones impresionantes, 300 por 455 metros, y estaba cubierta por monumentales edificios y espléndidos jardines. Construcciones posteriores fueron reduciendo paulatinamente la presencia de los jardines, pero en tiempos de Darío I ocupaban aún la mayor parte de la superficie de la plataforma. Un complejo sistema de canalizaciones y alcantarillado garantizaba el riego, al tiempo que evitaba que las aguas procedentes de la montaña deteriorasen o inundasen la terraza y sus fundamentos.

Llegan las delegaciones

El acceso a la plataforma elevada se hacía por el lado sur. Al acercarse a él, las delegaciones veían una gran inscripción en persa, elamita y acadio en la que el Gran Rey establecía los fundamentos de su poder y recordaba a las delegaciones que se acercaban que habían sido sometidas por el soberano tras un período convulso al comienzo de su reinado y que debían pagar tributo. El texto decía:«Yo soy Darayavahu [Darío], el Gran Rey, Rey de Reyes, rey de muchas naciones, hijo de Vištaspa [Hystaspes], un descendiente de Haxamaniš [Aquemenes].

Por la voluntad de Ahura Mazda [el dios principal de los persas] éstas son las naciones de las que yo me he apoderado con el ejército persa, que me temen y dan tributo: Elam, Media, Babilonia, Arabia, Asiria, Egipto, Armenia, Capadocia, Lidia, los jonios del continente y los del mar y las naciones que están más allá del mar: Sagartia, Partia, Drangiana, Areia, Bactria, Sogdiana, Corasmia, Sattagidia, Aracosia, India, Gandara, los escitas y Maka».

En otra inscripción, que se encuentra situada junto a la anterior, el rey Darío el Grande continúa diciendo: «La nación Parsa que me ha entregado Ahura Mazda, que es bella y rica en buenos hombres y caballos, no siente temor ante nadie por la voluntad de Ahura Mazda y de mí mismo, el rey Darayavahu. Que Ahura Mazda me dé su apoyo con todos los dioses. Que Ahura Mazda proteja a esta nación del ejército enemigo, de la hambruna y de la mentira. Que no venga a esta nación ni el ejército enemigo ni la hambruna ni la mentira. Esta petición le hago yo a Ahura Mazda con todos los dioses. Que Ahura Mazda con todos los dioses me la conceda».

Sobrecogidas, las distintas delegaciones ascendían con sus tributos a través de una imponente escalinata que, siguiendo un pasillo amurallado, conducía a la puerta de Todas las Naciones, un edificio cuadrangular de casi 25 metros de lado sostenido por cuatro columnas de 16,5 metros de alto y que contaba con un pórtico de entrada y otro de salida. Ambos pórticos estaban adornados con dos enormes lamassu, divinidades protectoras asirias que se representan habitualmente con cuerpo de toro o león, alas de águila y cabeza humana.

En presencia del Gran Rey

Al salir por el norte de la puerta de Todas las Naciones, los delegados se topaban de frente con la escalinata monumental que llevaba a la majestuosa sala de audiencias, el Apadana, el edificio más elevado de la plataforma. En Pasargada, Ciro I había construido una sala similar, al igual que Darío en Susa, pero la de Persépolis era más impresionante. Probablemente en la primera visita de las delegaciones, y durante algún tiempo, este asombroso edificio permaneció inconcluso.

En la fachada oriental del Apadana se desplegaba un friso en el que se había representado mediante bajorrelieves justamente la escena de la entrega de los tributos al soberano. En el centro, Darío I aparece sentado en el trono con el cetro en la mano derecha y una flor con dos capullos en la izquierda, bajo un baldaquino. Detrás de él está el príncipe heredero, seguido por su chambelán y el portador de las armas reales.

Separado del rey por dos incensarios se aproxima un personaje que le rinde homenaje y que encabeza una larga procesión de delegaciones de todas las naciones sometidas por Darío, en total 23, representadas en tres filas en el lado izquierdo de la escalera central. Cada delegación está separada de la anterior por un ciprés, el tipo de árbol que adornaría los jardines de la terraza. En el lado derecho de la fachada, cubriendo la espalda del rey, aparece el ejército que lo sostiene en el trono y asegura la paz en el Imperio, así como los funcionarios encargados de su administración.

Desde allí las delegaciones se dirigían hasta la gran sala de audiencias, ascendiendo por las dos escalinatas del sureste de la fachada. Accedían a un pórtico con baldosas, decoradas de manera que el conjunto imitaba una enorme alfombra de piedra. Luego entraban a través de una monumental puerta metálica a la gran sala.

El trono estaba en el centro de ésta, bajo un baldaquino, y sentado en él se hallaba el gran rey tal y como lo acababan de ver representado en el relieve del friso. Todas las delegaciones, con sus variopintos tributos –camellos, caballos, objetos de oro, plata y marfil…–, cabían en esta enorme sala de 3.600 metros cuadrados, cuya techumbre la sostenían 36 enormes columnas de 20 metros de alto. Según las noticias de Diodoro Sículo, Alejandro Magno y sus compañeros, mientras celebraban embriagados en el Apadana una procesión báquica, lanzaron antorchas sobre las suntuosas alfombras que colgaban de las enormes paredes de ladrillo vidriado y destruyeron completamente la estancia. Tan sólo quedó en pie una columna.

Una vez presentados los tributos al rey y finalizadas las pompas, algunos delegados acudían a un edificio administrativo: el Tesoro. Había un único acceso y antes de entrar cada delegado era registrado en unos espacios reservados al efecto. A continuación atravesaban un largo pasillo sin puertas a cuyos lados se hallaban los almacenes reales, donde se guardaban los tributos aportados por las delegaciones y las tablillas de barro en las que se registraban. Al final del pasillo los delegados eran recibidos en una gran sala por los más altos funcionarios del Estado, que tomaban y consignaban los tributos.