El camino que conduce a Petra es una sucesión de emociones cromáticas y espaciales que se van encadenando a cada paso, y no existe ciudad en el mundo que tenga una vía de acceso tan angosta y tan propicia para estimular los poderes de la imaginación. Se trata del Siq, el desfiladero que conduce a la Ciudad Rosada. Antes de entrar en él se encuentra la tumba de los Obeliscos que, coronada por cuatro de esos pilares piramidales, preludia la extravagante arquitectura de Petra.
El camino del Siq va discurriendo por el estrecho reducto, a veces casi recto, a veces en zigzag, a veces ensanchándose, a veces adelgazando súbitamente. A las impresiones que produce caminar entre dos rocas que casi se besan, se une la sinfonía de colores que emanan de la piedra como radiaciones rojas, ocres, amarillas, violáceas, grises… En su época dorada, ese camino iba acompañado por la música del agua, que circulaba por un canal tallado en la piedra que aún puede apreciarse. Para las largas caravanas que llegaban a Petra después de duras jornadas en el desierto, el rumor del agua envolviendo el desfiladero debía de representar la promesa de un mundo de delicias donde no existía la sed.
Tras más de un kilómetro por la grieta de los mil matices, el desfiladero se estrecha y se oscurece, pero es justamente entonces cuando emerge del fondo algo que al principio parece una luz rosada. Basta con dar unos pasos para advertir que lo que brilla al fondo es el Al-Khazneh, el Tesoro del Faraón, un edificio de estilo helenístico, si bien con peculiaridades nabateas, íntegramente esculpido en la roca y que pudo ser el sepulcro del monarca nabateo Aretas IV (9 a.C.- 40 d. C.). Al-Khazneh está precedido por una pequeña explanada donde paran los beduinos con sus camellos y asnos. Estos hombres del desierto –en la década de 1980 fueron reubicados en la ciudad de Wadi Musa, fuera de las ruinas– parecen los dueños del lugar y siempre están dispuestos a complacer al turista.