Picasso… el mito de su escultura

En junio de 1932, el galerista Georges Petit le dedicó a Picasso en París una de sus mayores retrospectivas hasta entonces. El artista malagueño escogió e instaló todas las obras de la muestra. 230 pinturas y siete esculturas. Sólo siete esculturas. Cuatro bronces terminados antes de la Primera Guerra Mundial. Y tres piezas hechas en colaboración con uno de sus principales maestros en este arte, Julio González. Quien viera aquella exposición pensaría que Picasso acababa de iniciarse en la escultura o que no le interesaba demasiado. Pero, en realidad, ya había esculpido más de cien piezas y, como en la pintura, había revolucionado y redefinido este arte influenciando a otros escultores, como Tatlin o Giacometti y los surrealistas.

Es el mito de Pablo Picasso y su escultura, según referencia en la sección de Cultura de El País. “El secreto mejor guardado del sigo XX” como dijo el museo Pompidou en su exposición de 2000. Él mismo lo definió una vez como “una civilización desconocida”. Y fue el primero que alimentó el mito porque, salvo en momentos puntuales, no dejaba que sus esculturas salieran de sus estudios o sus casas. “Eran profundamente personales”, dicen las Ann Temkin y Anne Umland, las dos comisarias de la nueva gran retrospectiva que el MoMA dedica a la escultura de Picasso, la primera organizada por el museo de Nueva York desde 1967 y en la que precisamente intentan desmontar este mito.

“Aunque así se ha dicho, [su escultura] no era completamente secreta y desconocida porque en realidad impactó a muchos otros artistas gracias a las fotografías que aparecían en revistas o las visitas que le hacían a sus estudios”, contaron en la presentación. Sobre todo, ocurrió desde 1909 cuando Picasso acabó Cabeza de mujer (Fernande), una de sus piezas más tempranas y la única que no mantuvo cerca de él durante su carrera. Nada más terminarla le vendió la versión original de arcilla al marchante Ambroise Vollard, quien reprodujo copias en bronce que vendió hasta al fotógrafo Alfred Stiglietz, cuya pieza está ahora expuesta en la primera sala de la muestra del MoMA.

En junio de 1932, el galerista Georges Petit le dedicó a Picasso en París una de sus mayores retrospectivas hasta entonces. El artista malagueño escogió e instaló todas las obras de la muestra. 230 pinturas y siete esculturas. Sólo siete esculturas. Cuatro bronces terminados antes de la Primera Guerra Mundial. Y tres piezas hechas en colaboración con uno de sus principales maestros en este arte, Julio González. Quien viera aquella exposición pensaría que Picasso acababa de iniciarse en la escultura o que no le interesaba demasiado. Pero, en realidad, ya había esculpido más de cien piezas y, como en la pintura, había revolucionado y redefinido este arte influenciando a otros escultores, como Tatlin o Giacometti y los surrealistas.

Es el mito de Pablo Picasso y su escultura. “El secreto mejor guardado del sigo XX” como dijo el museo Pompidou en su exposición de 2000. Él mismo lo definió una vez como “una civilización desconocida”. Y fue el primero que alimentó el mito porque, salvo en momentos puntuales, no dejaba que sus esculturas salieran de sus estudios o sus casas. “Eran profundamente personales”, dicen las Ann Temkin y Anne Umland, las dos comisarias de la nueva gran retrospectiva que el MoMA dedica a la escultura de Picasso, la primera organizada por el museo de Nueva York desde 1967 y en la que precisamente intentan desmontar este mito.

“Aunque así se ha dicho, [su escultura] no era completamente secreta y desconocida porque en realidad impactó a muchos otros artistas gracias a las fotografías que aparecían en revistas o las visitas que le hacían a sus estudios”, contaron en la presentación. Sobre todo, ocurrió desde 1909 cuando Picasso acabó Cabeza de mujer (Fernande), una de sus piezas más tempranas y la única que no mantuvo cerca de él durante su carrera. Nada más terminarla le vendió la versión original de arcilla al marchante Ambroise Vollard, quien reprodujo copias en bronce que vendió hasta al fotógrafo Alfred Stiglietz, cuya pieza está ahora expuesta en la primera sala de la muestra del MoMA.