Pocos lugares reúnen la amalgama de sensaciones que desprende Tailandia, un país de sonrisas, espiritualidad, vestigios milenarios y playas de ensueño. Bangkok, su capital y puerta de entrada, se rebela como una metrópoli futurista, caótica y energética. Cuando cae la noche, uno se siente como dentro de la película Blade Runner, donde trenes elevados, motos, tuk tuks, luces de neón, tenderetes, prostíbulos y lujosos centros comerciales conforman un atractivo bullicio multiétnico que desprende aromas de incienso y curry.
Para evitar las horas de más calor, lo mejor es visitar el centro histórico a primera hora de la mañana y empezar con el Palacio Real. Este complejo amurallado de 1783 aloja la antigua residencia real y el Wat Phra Kaeo, un conjunto de templos erigido para venerar al Buda Esmeralda.
A pocos pasos de ahí hallamos Wat Pho, otro templo igual de sagrado pero más antiguo aún, del siglo xvi, famoso por su Buda reclinado, de 43 metros de largo y 15 de alto. Un transbordador lleva a la otra orilla del río Chao Praya, donde se halla el Wat Arun –ver Visita Guiada–, desde cuya torre central se contempla la ciudad entera.
De regreso al centro, una buena opción es parar en el embarcadero de Rajchawongse y aprovechar para comer en el barrio chino un pato cantonés y unos fideos pad thai. La puesta de sol merece la pena verla desde el Wat Saket, un templo emplazado sobre una colina en el centro de la ciudad.
Y ya de noche, acudir a la plaza Siam, repleta de comercios, bares y restaurantes, bajo la parada principal del Sky Train. Es un buen lugar donde cenar un curry, verde, rojo o amarillo, de carne, pescado o verdura, pero siempre bien picante. Al día siguiente nos dirigimos al mercado flotante de Damnoen Saduak, 60 kilómetros al oeste. Pasear entre sus barcas será un último baño de bullicio antes de visitar Sukhotai y Ayutthaya, con sus budas meditando entre estupas y campos de orquídeas.
Sukhotai, primera capital de Siam, se fundó en 1238, unos 450 kilómetros al norte de Bangkok y hoy accesible en avión. Su nombre significa «amanecer de la felicidad» y, viendo su bucólico entorno, de verdes montículos y bosques, se comprende que sus habitantes fueran tan dichosos durante dos siglos.
Dentro de la triple muralla se conservan las ruinas del Palacio Imperial y de decenas de templos. Todos repiten la misma planta, con los prangs o torretas apiñadas en torno a la gran estupa acampanada, llamada chedi. Fuera del recinto, la moderna Sukothai es una ciudad de provincias con un variopinto mercado nocturno.
Volviendo hacia Bangkok, a unas seis horas en autobús desde Sukhotai, aparece la otra capital legendaria, Ayutthaya. Esta ciudad inexpugnable fue la sede del reino de Siam entre los siglos xiv y xviii. En su época de esplendor albergó a un millón de habitantes y llegó a conquistar Angkor Wat, la capital jemer, ahora en Camboya. Erigida sobre una isla en la confluencia de los ríos Chao Phraya, Lophuri y Pask, la vida en la antigua Ayutthaya transcurría en los canales y alrededor de templos enriquecidos con detalles y tejados cubiertos de oro.
el mar de andamán
Con las estatuas de Ayutthata todavía impresas en la retina, regresamos a Bangkok para volar rumbo sur hacia el trópico tailandés. Pukhet, la isla más grande de Tailandia, es el inicio de una ruta por la costa de Andamán, un litoral laberíntico de islotes cubiertos de vegetación, rodeados de arenas blancas y protegidos por arrecifes de coral que hacen las delicias de los submarinistas.
Pukhet tiene playas magníficas, templos, reservas naturales y un lugar inmejorable para contemplar la puesta de sol: el cabo Promthep. Vale la pena alquilar un coche para recorrer la isla y después descender por el litoral hasta la bahía de Phang Nga.
En este paraíso acuático en el que emergen torres de roca caliza (mogotes) horadadas por túneles y cuevas, se rodó la película de James Bond El hombre de la pistola de oro (1974). La ruta que bordea la bahía hasta llegar a su población principal, Phang Nga, circula junto a manglares, plantaciones de caucho y cuevas que acogen templos budistas.
La mejor forma de explorar la bahía es a bordo de un longtail boat (piragua motorizada), sorteando islotes de piedra calcárea y visitando poblaciones flotantes y cuevas con pinturas rupestres, como la gruta de Naha y la roca de Khao Machu.
Son manifestaciones de las creencias animistas que, desde tiempos remotos, profesan los pueblos de este mar. Convencidos de que existe un alma en todos los seres vivos, consideran que la naturaleza es sagrada y que las numerosas cuevas de la bahía son espacios de culto, aunque también han servido como refugio de piratas.
La ruta hacia el sur sigue con destino a Krabi y atraviesa paisajes excepcionales, como los farallones kársticos que crecen verticales como por arte de magia y que son un paraíso para escaladores de medio mundo. Krabi es una tranquila ciudad de bella arquitectura, con un importante puerto desde el que acceder a las dos islas Ko Phi Phi, declaradas parque nacional, y al archipiélago de Ko Lanta.
paraísos de arena y coral
Las Phi Phi y las Lanta –compuesto por más de 50 islas– son auténticos espacios para robinsones, sin carreteras asfaltadas y rodeadas de aguas habitadas por rayas, peces ángel, anguilas y alguna especie de tiburón. Su popularidad se disparó tras el rodaje de la película La playa (2000) y, aunque desde entonces la oferta de alojamiento es muy amplia, nada supera la experiencia de dormir una noche en un bungaló instaladosobre la misma arena.
El paisaje más llamativo de estos paraísos isleños son las lenguas de arena y los fondos de coral, pero también resulta emocionante acercarse a una población de pescadores musulmanes o a una aldea de gitanos del mar (moken o chao ley), tribus nómadas que viven de pescar peces y perlas… a pulmón.
La costa de Andamán sigue rumbo sur hacia la frontera con Malasia, sorprendiendo con más islas salvajes, puntiagudos
chedis y una rica mezcla de culturas que confirman a Tailandia como uno de los destinos más fascinantes del Sudeste Asiático.