Cuando oímos hablar de la Ruta de la Seda, a nuestra mente acuden imágenes de caravanas cargadas de valiosos productos del Lejano Oriente, de viajeros que atravesaban los desiertos y las montañas de Asia Central, y de ciudades pobladas de mezquitas y palacios suntuosos. Samarcanda, Bujara y Jiva forman parte de esa leyenda y también de un viaje por los enclaves míticos de la actual república de Uzbekistán, donde se conserva el legado monumental más importante de Asia Central.
Tashkent, la capital uzbeka, es la puerta de entrada al país. A primera vista llama la atención su ordenado y frío urbanismo soviético, pero un breve paseo descubre testimonios de aquella ruta comercial que ya existía en el siglo II a.C. y que el veneciano Marco Polo describiría, doce siglos después, en su Libro de las Maravillas: la madraza de Barak Khana; el mausoleo de Yunus Khan, fundador de la dinastía mogol de la India, y el complejo religioso de Khazrat-i-imam, que contiene, supuestamente, el Corán más antiguo del mundo. Si además de la monumentalidad se busca también la autenticidad, el ambiente y los olores de lo cotidiano, hay que acercarse al bazar de Chorsu, situado al norte de la ciudad.
Bajo su cúpula verde, las mujeres uzbekas vestidas con coloridos trajes tradicionales se abastecen de productos básicos, y también de tejidos de seda producidos en el valle de Fergana, una región que hoy día se reparte entre Uzbekistán, Kirguizistán y Tayikistán, y que se ha convertido en la más fértil y poblada de Asia Central. Aquí llegó la seda procedente de China y muchos de sus habitantes aún se dedican a su fabricación y exportación.
Tras el viaje en avión desde la capital y un breve trayecto en autobús, Jiva surge como un bello espejismo en medio del desierto, con sus minaretes y cúpulas en tonos azules y turquesas que refulgen bajo el sol. Situada en el delta del río Amu Daria, la ciudad-oasis fue un lugar de parada obligatoria para las caravanas que se dirigían al mar Caspio.
Las murallas redondeadas de barro que la rodean recuerdan la importancia de Jiva como capital de un poderoso kanato en el siglo XVI. Su magnífico acceso es la puerta Ota Darvoza, que fue restaurada en la década de 1970, cuando los habitantes de Jiva se exiliaron extramuros y el tránsito rodado quedó prohibido, dejando la ciudad sin el bullicio de otros lugares. Sus calles están flanqueadas de tiendas que venden todo tipo de recuerdos, desde gorros de piel rusos hasta objetos de cobre repujado, alfombras y piezas de cerámica.