
Era el año mítico, el año del centenario y el bicentenario. Era el año al que muchos temían por lo que estas efemérides consagraban en el imaginario colectivo a partir de su propia historia: turbulencias políticas, violencia, muerte.
Y bien podría decirse que el 2010 no faltó a la cita de la historia ni desmintió los augures nefastos. 2010 fue un año negro, un año trágico.
Se fue el año con el saldo más tenebroso de muertes de la era post revolucionaria. Más de 12 mil sacrificados por la guerra contra el narcotráfico en estos doce meses. Pero no sólo eso, muchas-muchas de esas matazones se distinguen por su sadismo: torturados, decapitados, pozoleados, entambados, descuartizados.
2010 dejó una cauda de sangre, dolor y muerte inimaginables hace apenas una década.
¿Quién nos diría hace diez años, cuando la ciudadanía festejaba el nuevo milenio y la salida del PRI de Los Pinos después de siete décadas en el poder, que los nuevos tiempos no serían mejores, que sus gobernantes y acompañantes serían tanto –o más– cínicos y corruptos que sus antecesores y que nos hundirían en un pozo de desolación.
El año que se fue nos dice adiós con una sonrisa trágica. Nos recuerda que se llevó a innumerables inocentes –calificados desdeñosamente como “daños colaterales”– a su paso, que de miles de decesos se desconoce su verdadera situación, y que de muchos otros ni siquiera se sabe aún qué fue de ellos.
Legalidad, justicia y orden brillaron por su ausencia, mientras caían las víctimas, escapaban los presos, o los jueces y magistrados daban la espalda a la labor que les fue conferida.
Fue 2010 uno de esos años que más valdría haber nunca vivido. De esos que uno quisiera borrar de nuestra historia.
Con él se fueron también seres entrañables, personajes cuya voz sería imprescindible en momentos como los que vivimos. Pienso particularmente en el escritor Carlos Montemayor. Nadie como él para habernos dado su opinión sobre el secuestro de Diego Fernández de Cevallos, de los comunicados de “los misteriosos desaparecedores” y su posible origen, o no, en alguna guerrilla.
Del 2010 los priistas lamentarán la pérdida de tres de sus grandes bastiones por obcecaciones de sus gobernadores en turno: Oaxaca, Puebla y Sinaloa; y recordarán este año que se va como aquel en que el PAN les “traicionó” al aliarse con el PRD. Sus atavismos y caciquismos locales siguen hundiéndolos.
Los perredistas habrán de recordar el año del bicentenario como uno de los más significativos en su debacle, aún y cuando sus alianzas con los panistas les hayan dado un respiro. El 2010 fue, con la pérdida de Zacatecas, la andanada gubernamental contra Michoacán y la estulticia de Jesús Ortega en la dirigencia del partido, el retorno a la nada.
Los panistas tampoco tendrán nada que celebrar de este 2010. Apergollados desde la Presidencia de la República, siguen sin saber a dónde ir ni cómo gobernar. Su doble moral, su ambición y su grisura están por despeñarlos.
Para los ciudadanos, el año terminó con el alma en vilo, penurias económicas y con el temor a flor de piel ante la posibilidad de un atraco, de un levantón, de toparse con un retén, de un secuestro, de encontrarse en medio de una balacera, de ser confundido, de rentar una casa, o simplemente de toparse con aquello que llaman la “justicia” por cualquier nimiedad.
Ese es el 2010 que se fue… ¡Qué bueno que ya se fue!