México, D.F.- El ataque a la base naval de Pearl Harbor, el 7 de diciembre de 1941, clave para el estallido de la Segunda Guerra Mundial, representó la confrontación directa entre Japón y Estados Unidos, tras lo cual este último país encaminó la vigilancia hacia los japoneses avecindados en toda América, incluido México; se trata de un hecho poco conocido que ahora desvela en un libro, el historiador Sergio Hernández Galindo.
El investigador del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH-Conaculta) registró más de dos mil fichas personales de japoneses radicados en nuestro país, quienes tenían que informar su giro profesional, e incluso sus movimientos; dichos informes fueron consultados en los archivos de la Dirección de Investigaciones Políticas y Sociales, de la Secretaría de Gobernación, abiertos hace un par de años.
Lo anterior es el leit motiv de La guerra contra los japoneses en México durante la Segunda Guerra Mundial, publicado por Ítaca, y presentado la víspera en la Dirección de Estudios Históricos (DEH) del INAH.
La publicación resume cuatro años de recoger testimonios e indagar en fondos del Archivo General de la Nación, de la Secretaría de Relaciones Exteriores, y de los expresidentes Lázaro Cárdenas y Abelardo L. Rodríguez, y en otros concentrados en Los Archivos Nacionales, en las ciudades de Washington y Los Ángeles, en Estados Unidos.
Como explica Sergio Hernández, especialista en Estudios sobre Japón por El Colegio de México, para su investigación se valió de dos personajes: Kiso Tsuru y Masao Imuro, “los migrantes japoneses más vigilados por la inteligencia no sólo norteamericana, sino británica”, y así narrar la averiguación de la que fue objeto la comunidad nipona en México, que en los años del conflicto mundial ascendía a aproximadamente 6 mil inmigrantes y sus familias.
De dicha cantidad, buena medida estaban naturalizados mexicanos o habían nacido en el país, por lo que eran ciudadanos, pero debieron abandonar sus hogares en estados como Baja California, Oaxaca o Sonora —donde sus raíces se remontaban incluso a fines del siglo XIX cuando les dio la bienvenida el gobierno porfirista—, para concentrarse en las ciudades de México y Guadalajara.
“No se trató de una persecución como tal, lo que realmente se buscaba era vigilarlos, concentrarlos, se requería estar informado de sus actividades, en particular si comerciaban con recursos estratégicos, como el petróleo, el mercurio, el espato de flúor… y si tenían relación con la Embajada de Japón en México”, explicó el investigador de DEH.
Este interés al interior, abundó, se comprende a partir del contexto del plano internacional, donde las relaciones entre Estados Unidos y Japón eran tensas desde inicios del siglo XX, cuando la nación asiática comenzó su ascenso como potencia, poniendo en riesgo los intereses del Pacífico norteamericano.
“Ambos países entran en una confrontación, y el gobierno estadunidense comienza a vigilar —a través de los agentes del Buró Federal de Investigación (FBI), sus embajadas y consulados— la migración japonesa en su propios dominios (donde se concentró a más de 120 mil migrantes), en México y, en general, en toda América Latina”.
De esa manera, refirió el historiador Sergio Hernández, se entiende la relevancia que cobraron las vidas de Kiso Tsuru y Masao Imuro para los servicios de inteligencia de los países aliados de la Segunda Guerra Mundial, específicamente de Estados Unidos e Inglaterra, contra el bando enemigo, el llamado Eje Berlín-Roma-Tokio, que también tenía sus miras en el continente americano.
Kiso Tsuru llegó a México en 1918, y fue aquí donde hizo una carrera empresarial prominente y obtuvo dos concesiones para explotar petróleo, las cuales no le fueron confiscadas tras la expropiación del recurso en 1939, pues se había naturalizado mexicano en 1935. Esta circunstancia fue la que comenzó a preocupar al gobierno de Estados Unidos.
Tsuru también mantenía una estrecha relación con la embajada japonesa. No obstante ser considerado espía por los servicios de inteligencia norteamericanos, nunca fue detenido dado los vínculos con políticos mexicanos, entre ellos Francisco J. Mújica, secretario de Economía Nacional y Comunicaciones y Obras Públicas, durante el mandato de Cárdenas, y con el presidente Miguel Alemán.
Distinta fue la suerte de Masao Imuro, quien arribó en enero de 1941 siendo un joven. Sin tener relaciones con la embajada de su país, ni con alguna organización ultranacionalista japonesa, tuvo a mal escribir un par de cartas dirigidas a sus amigos, en las que fantasiosamente expresaba que mataría al presidente de Estados Unidos, Franklin D. Roosevelt, y haría estallar el Canal de Panamá.
Las misivas fueron interceptadas y en represalia fue encarcelado en 1942, sin juicio de por medio; fue liberado por indulto cuatro años después de concluida la Segunda Guerra Mundial.
Finalmente, Sergio Hernández comentó que La guerra contra los japoneses en México durante la Segunda Guerra Mundial, recupera parte de la injusticia cometida contra la comunidad japonesa en nuestro país, en esos años, y una manera de resarcirla, es contarla.