Juan Soriano…’ su pintura una herida en la caverna ‘ Fuentes

“Llegábamos al final de la galería, me acerqué a la puerta de salida ocultando todavía la cara, esperando que el aire y las luces de la calle me volvieran a lo que Alana conocía de mí. La vi detenerse ante un cuadro que otros visitantes me habían ocultado, quedarse largamente inmóvil mirando la pintura de una ventana y un gato. Una última transformación hizo de ella una lenta estatua nítidamente separada de los demás, de mí, que me acercaba indeciso buscándole los ojos perdidos en la tela. Vi que el gato era idéntico a Osiris y que miraba a lo lejos algo que el muro de la ventana no nos dejaba ver”.

Así lo escribió Julio Cortázar en el texto dedicado a Juan Soriano, titulado Orientación de los gatos, y que para muchos describía esa esencia enigmática y felina que el artista mantuvo durante toda su vida, siendo para el mismo Cortázar, el mismo gato Osiris que acompañaba a su heroína Alana.

A 93 años de su nacimiento, Conaculta rinde homenaje al artista plástico nacido un 18 de agosto de 1920 en Jalisco y quien contribuyó con su obra a enriquecer los horizontes del arte mexicano.

Bautizado como Francisco Rodríguez Montoya, el artista es conocido desde niño con el nombre de Juan Soriano, por el segundo apellido de su padre y es conocido en su comunidad por su gran curiosidad, siendo desde los 12 años un asiduo visitante de la casa de Jesús Reyes Ferreira, mejor conocido como Chucho Reyes, donde conoce a Luis Barragán, a Roberto Montenegro y admira por primera vez la pintura europea en cromos de libros y revistas y se introduce en los retratos de José María Estrada, además de comenzar a leer los Clásicos que edita José Vasconcelos

“De Chucho Reyes Ferreira tuve una influencia muy grande pero no en lo estrictamente pictórico sino porque fue el primero que me ofreció trabajo en Guadalajara, para hacer papeles semejantes a los que él hacia, pero para mí era difícil hacerlos. Entonces yo le preguntaba: “¿Chucho, por que no los haces tú?” Él me enseñó, en Guadalajara, a apreciar las texturas, las cualidades, parque tenía libros muy hermosos, colecciones de marfil, piedras, zapatos, de todo, pero no era un maestro, alguien que quisiera enseñarte, aunque finalmente terminó siéndolo”, recordaba el artista.

A la edad de 15 años, Juan Soriano llegó a la Ciudad de México acompañando a su hermana Martha, quien lo ayudó a ingresar como maestro de dibujo a la Escuela Primaria de Arte, dependiente de la Secretaría de Educación Pública y poco después, también por medio de su hermana, conoció a Xavier Villaurrutia, Agustín Lazo y Elías Nandíno.

En una entrevista concedida en 2001, el artista confesaba sentirse agradecido con la vida por haber puesto en su camino a tantas personas y amigos que lo guiaron, apoyaron y con quienes descubrió su propia interpretación de la naturaleza humana.

“Solemos decir caudal de tesoros, pero yo más bien creo que se debería decir caudal de amigos”, afirmaba Juan Soriano, quien rememoraba cómo con tan sólo 18 años conoció a un joven llamado Octavio Paz, quien había vuelto a México después de su experiencia en la Guerra Civil Española, y con quien de inmediato cultivó una profunda amistad.

Contrario a lo que muchos artistas pregonaban en su época sobre la desmitificación del arte, Soriano estaba convencido de que el arte no puede ser no solemne.

“Es súper solemne, súper sagrado, es una cosa en la que hay un contenido emotivo muy grande de una época a través de un sujeto. Tú no puedes escapar a esa época, no puedes escapar al clan en que naciste”.

El artista afirmaba que sólo podía pintar lo que sabía, lo que experimentaba, pero sobre todo, lo que imaginaba, existiendo sin embargo un hilo conductor entre esos hemisferios: La poesía.

“Cuando se tiene contacto con la poesía, uno se da cuenta que en imágenes se pueden decir muchas cosas, ya sean imágenes literarias, pictóricas, arquitectónicas o simplemente verbales, porque el arte, yo creo que todos lo hacen, según la cultura y según el marco de los conocimientos que se tiene en la vida”, decía Juan Soriano.

Juan García Ponce afirmaba que Juan Soriano pertenece a la categoría, sin clasificación posible, de los pintores absolutamente singulares y por ello sería inútil tratar de colocar su obra dentro de una determinada evolución de los estilos.

“Tal vez habría que afirmar que Juan Soriano no busca ni siquiera la pintura. La sola posibilidad del concepto de la obra le estorba. Soriano se busca a través de la pintura. No es su identidad la que debe mostrarse y afirmarse en la obra, no hay ninguna identidad propuesta detrás de ella, sino que la obra debe conducirlo a la negación de cualquier identidad fija de antemano en favor de un fluctuante conjunto de emociones que no tienen rumbo fijo y luchan entre sí dentro de la obra”.

El escritor Carlos Fuentes escribió que en el centro del arte de Juan Soriano hay un misterio y todos los que gozamos de su pintura somos corresponsables de ese enigma.

“Ni él solo ni nosotros solos podemos mantener la vida del misterio. Es el misterio de la aurora: Soriano precede a Courbet porque reitera la experiencia de otro pintor. Pero esta reiteración establece la comunidad del arte en su origen: Soriano conduce a Courbet al origen de Courbet, que es el origen de la pintura.

Fuentes aseguraba que la pintura de Juan Soriano es una herida en la caverna. “Antes que muchos, a veces solo entre muchos, corrió el riesgo de reinventar las figuras de la pintura dando la impresión de rupturas, reinicios, vacilaciones, cambios radicales. Todo esto era respetable, incluso audaz y seguramente histórico”, señalaba Fuentes.

Y añadía: “Soriano seguirá siendo un diablo en el paraíso modesto de México. Yo asocio personalmente a Soriano con momentos de mi vida y de nuestra historia, sobre todo con ese encuentro, que es el de sus amistades más profundas, Diego de Mesa, Maria Zambrano, Octavio Paz, entre el Edén subvertido, el México de López Velarde, y la España peregrina, fatigada y reconocida, que ocurrió hace casi cincuenta años”.

Juan Soriano confesaba que después de tantos años de dedicarse al arte ya no se imaginaba un solo día sin hacer un dibujo o avanzando en una escultura.

“Y el motivo por el cual empiezo a veces no es un motivo del día, sino que viene de muy lejos, de recuerdos antiguos, de cosas que se me vienen a la cabeza y tengo ganas como de fijarlos… Entonces empiezo. A veces es fácil pero otras necesito meses para hacer esa imagen, años. A veces tengo que dejarla y luego volver a insistir. Veo lo que he hecho y algo le falta… Solo cuando la imagen esta completa, entonces ya la firmo… Si, no es nada de lo que yo pueda decir: ‘existía’. No es una copia de algo que se me ocurre en la cabeza, sino algo que yo sé que tiene que formarse: que no se forma hasta que está en el yeso de la escultura o en el material de la pintura. Está como un germen, latente. Y, de pronto, surge como una imperiosa necesidad de darle absoluta forma a eso que es como un llanto —haz esto, haz esto— y no sabes bien que es”.

Para muchos, la mejor descripción de Juan Soriano la hizo Octavio Paz en el texto “Rostros de Juan Soriano”, publicado en el libro Las peras del olmo:

Cuerpo ligero, de huesos frágiles como los de los esqueletos de juguetería, levemente encorvados no se sabe si por los presentimientos o las experiencias; manos largas y huesudas, sin elocuencia, de títere; hombros angostos que aún recuerdan las alas de petate del ángel o las membranas del murciélago; delgado pescuezo volátil, resguardado por el cuello almidonado y estirado de la camisa; y el rostro: pájaro, potro huérfano, extraviado. Viste de mayor, niño vestido de hombre. O pájaro disfrazado de humano. O potro que fuera pájaro y niño y viejo al mismo tiempo. O, al fin, simplemente, niño permanente, sin años, amargo, cínico, ingenuo, malicioso, endurecido, desamparado.