Una mañana de mayo dos camionetas atravesaron el municipio chileno de San Pedro, en el desierto de Atacama, y subieron la ladera de la montaña por una pista de tierra. era 1994, y los cinco ocupantes de los vehículos tenían un encargo muy peculiar: dar con el lugar más alto, seco y llano del planeta.
Llevaban una semana y media recorriendo otras localizaciones del desierto y ese día buscaban una ruta para subir al llano de Chajnantor, situado a 5.000 metros de altitud.
Como los Andes forman una barrera infranqueable para las nubes procedentes de la Amazonia, al este, y puesto que los vientos que soplan desde el Pacífico, al oeste, recogen poca humedad al pasar sobre la fría corriente de Perú (antes llamada corriente de Humboldt), el desierto de Atacama es uno de los lugares más secos de la Tierra, con una precipitación media anual inferior a 15 milímetros.
La lejanía de las ciudades y el aire seco y puro del desierto, ideal para la observación del cielo nocturno, ya habían atraído grandes proyectos astronómicos multinacionales, la mayoría de ellos ideados para estudiar la fracción del cosmos visible en longitudes de onda ópticas, es decir, en la porción del espectro electromagnético perceptible para el ojo humano.
El astrónomo chileno Hernán Quintana y sus colegas buscaban un lugar donde ubicar un tipo diferente de telescopio, un instrumento diseñado para penetrar a través de las cortinas de polvo y gas que envuelven las galaxias y se arremolinan en torno a las estrellas, y que se extienden a través del espacio interestelar. Para llevar a cabo el proyecto harían falta 20 años y más de 1.000 millones de euros en diseño y construcción. Pero lo primero era dar con el lugar adecuado.