El 3 de abril de 1502, Cristóbal Colón salía, una vez más, del puerto de Sevilla. Su idea era encontrar un paso marítimo que, desde Centroamérica, lo llevase, al fin, a Asia. Era su cuarto viaje al Nuevo Mundo, y la ruta tuvo sus dificultades. Un día, en mitad de una tormenta, el navegante y sus hombres se vieron obligados a desembarcar. Al parecer, interceptaron entonces una embarcación maya que llevaba como carga unas almendras a las que Colón no concedió importancia. Sin saberlo, el Almirante había tenido el primer contacto con las semillas del árbol del cacao.
Más de doscientos años después, Madrid consumía más de cinco toneladas de chocolate al año. Según las crónicas del momento, no había calle en la capital en la que no se vendiese. Esto puede ilustrar que un mal principio no siempre es determinante, ya que el chocolate se obtiene de las almendras que Colón había desechado.
No sabemos cuál fue el primer contacto entre los españoles y el chocolate bebido que consumían mayas y aztecas, para quienes este producto era muy importante. Los mayas dejaron escritas las primeras referencias de la historia a su consumo en el denominado Códice de Madrid, conservado en el Museo de América. Por su parte, los aztecas pensaban que las semillas de las que obtenían el chocolate no eran sino la materialización de Quetzalcoatl, dios de la sabiduría.
De Tenochtitlán a Madrid
Tan importante era el cacao para los aztecas que utilizaban las almendras como moneda. Pedro Mártir de Anglería, cronista de Indias, decía al respecto: «Usan moneda, no de metal, sino de nuececillas de ciertos árboles, parecidas a la almendra». Para entender mejor los intercambios realizados en el mundo azteca, los españoles elaboraron unas tablas de equivalencia. Gracias a ellas, sabemos que una liebre pagada en cacao costaba lo mismo que los servicios de una prostituta.
Al principio, los españoles mostraron rechazo por el chocolate, ya que, según el cronista Gonzalo Fernández de Oviedo, los labios quedaban como manchados de sangre tras beberlo. Aparte de ello, su sabor amargo y picante no los acababa de convencer. Girolamo Benzoni, en su Historia del mondo nuovo, llegó a manifestar que «el chocolate parecía más bien una bebida para cerdos que para ser consumido por la humanidad». Pese a todo, en el siglo XVI llegó a España y fue presentado a Carlos V por Hernán Cortés. A partir de ese momento, su aceptación iría en aumento, llegando a alcanzar cotas muy altas.
El triunfo del chocolate
Según diversos autores, fueron los monjes los encargados de difundir el consumo del chocolate en los monasterios. Con el tiempo, serían los cistercienses quienes lograran mayor fama como chocolateros. Pero no todos los religiosos se mostraron favorables a su consumo. En este sentido, los jesuitas creían que el chocolate era contrario a los preceptos de mortificación y pobreza.
Dado que la nutritiva bebida se tomaba también en los períodos de ayuno, pronto se abrió un debate entre los defensores y los detractores de esa costumbre. Fue en el siglo XVII cuando se dio respuesta a la cuestión. Vendría de la mano del cardenal François Marie Brancaccio, que acabaría manifestando: «Liquidum non frangit jejunum», es decir, «el líquido no infringe el ayuno». La Iglesia aceptaba el consumo del chocolate bebido.
Precisamente en el siglo XVII, servir un chocolate caliente como bebida llegó a formar parte imprescindible del «agasajo», ritual seguido en las meriendas que los nobles ofrecían a sus visitas. Solía acompañarse de bizcochos y otros dulces para mojar. Si la merienda se celebraba en invierno, lo normal era que se tomase al calor de los braseros, sobre los estrados de las salas de estar, entre almohadones y tapices. Si el chocolate protagonizaba una merienda veraniega, solía servirse junto a un «búcaro de nieve», un vaso de helado.
Dado que el chocolate se consumía muy espeso, las manchas que producía al derramarse eran muy molestas. Pero un día de 1640, a don Pedro Álvarez de Toledo y Leiva, virrey del Perú y primer marqués de Mancera, se le ocurrió una solución.
Inventó un recipiente que consistía en una pequeña bandeja con abrazadera central, en la que quedaba sujeta la jícara, pequeña vasija sin asa en cuyo interior se vertía el chocolate. En honor a su inventor, la bandeja sería bautizada como mancerina. Según el nivel social de quien servía la merienda, las mancerinas podían ser de plata, de porcelana o de barro.