Fui a Madagascar para admirar los baobabs de Morondava, pero me encontré con una isla de 1.600 kilómetros de largo que me enamoró por sus variados paisajes: arrozales, vegetación exuberante, animales tan curiosos como los lémures y playas magníficas al sur y al norte.
En Madagascar casi todo empieza en la capital, Antananarivo (Tana para los amigos), una ruidosa ciudad que se esparce por 18 colinas, con mercados callejeros, un lago y un palacio.
En Tana me familiaricé con la moneda local, el ariary, aprendí que el arroz es el principal alimento y alquilé, con mi amigo Patrick, un guía francés que lleva años en la isla, un vehículo todoterreno para ir a Morondava.
Al salir de Tana todo cambia. El caos urbanístico se diluye y asoman las Tierras Altas, un paisaje verde de colinas suaves, tierra rojiza y arrozales. «La mezcla de África y Asia en el paisaje se debe a que la isla la poblaron indonesios», me cuenta Patrick.
Madagascar una isla que vale la pena visitar.