Viajar a la India supone siempre un antes y un después. Se traspasa una frontera invisible para adentrarse en un mundo donde reinan los sentidos. India sorprende, emociona, cautiva y no deja a nadie indiferente. Y al final del viaje, o se la quiere o se la detesta.
La capital, Delhi, es la puerta de entrada al país y el inicio de todo viaje por la región de Rajastán. La ciudad es un bullicioso trajín de gente de todas las edades y condiciones sociales donde rickshaws, bicicletas y coches corretean de un lado a otro.
Atravesando el Camino de los Reyes o Rajpath, la avenida más importante, pasamos junto a edificios históricos hasta alcanzar el Rashtrapati Bhavan, la residencia del presidente del Gobierno, y la Puerta de India, un solemne arco de piedra erigido en 1931 en memoria de los soldados hindús que perdieron la vida en la Primera Guerra Mundial.
El avión es la forma más rápida –y cómoda– de cruzar los 465 kilómetros que separan Delhi de Amritsar, la ciudad sagrada del norte. Cientos de peregrinos sijs llegan cada día con sus familias para orar en el precioso Templo Dorado que se levanta en medio de un estanque rodeado de edificios blancos rematados por cúpulas.