
Si Gabriel García Márquez calificaba al periodismo como “el mejor oficio del mundo” ahora tendríamos que agregar que es, también, uno de los más peligrosos.
Estos primeros días del año ha acaparado titulares la noticia de la desaparición del comunicador veracruzano Moisés Sánchez. Sánchez fue “levantado” de su casa por hombres que también se llevaron su computadora, su cámara y su teléfono celular, justo las herramientas que utilizaba para difundir información sobre las actividades del crimen organizado en un estado clave para el narcotráfico.
Desgraciadamente, este crimen no es una anomalía ni una excepción, sino un hecho frecuente en la violencia del paisaje político y social de nuestra nación.
De 2003 a 2014, 18 periodistas han desaparecido en nuestro país, de acuerdo a datos hechos públicos por la organización Artículo 19. En el año 2014 dos comunicadores engrosaron esa inaceptable estadística.
Según el balance anual 2014 publicado por Reporteros Sin Fronteras sobre la violencia contra periodistas a nivel mundial, México es el quinto lugar en la lista de países con más periodistas secuestrados, con tres casos, detrás de Ucrania (33), Libia (29), Siria (27) e Irak (20).
Por su parte, la Federación Internacional de Periodistas reveló que en 2014 México fue el octavo país con más informadores asesinados en el mundo, siendo el número dos del continente americano, con cinco casos.
Lo que las autoridades locales y nacionales no alcanzan a comprender es que un crimen contra un periodista trasciende el ámbito personal y familiar, pues victimiza a la sociedad entera a la que el informador se debe.
Es por ello que urge no una acción policiaca o siquiera gubernamental, sino algo mucho más trascendente: una política de Estado capaz que salvaguardar a los periodistas y, con ello, la libertad de expresión y el derecho a la información, cimientos sin los cuales jamás podrá elevarse el edificio de la democracia.
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